En el Hoyo
Ampliar la imagen El cineasta Juan Carlos Rulfo en un fotograma del largometraje En el hoyo, el cual se estrenó este fin de semana en salas comerciales
Un obrero bailando danzón con un rotomartillo. Otro más, El Chabelo, llamado también El Chaparro, festeja su cumpleaños en medio de la construcción del segundo piso del Periférico, otro más celebra la magna tarea por la que jamás podrá transitar porque, pues ¿cómo?, ¿con qué?, ni modo que caminando, y así, uno tras otro: Vicencio, El Chómpiras, El Guapo, El Grande, los trabajadores de 24 horas; las ánimas en pena, que gozosas se afanan, sudan y jamás se acongojan, desfilan por el magnífico documental de Juan Carlos Rulfo, En el hoyo, que por fin tuvo su estreno comercial este fin de semana.
Revitalización del género fílmico más gratificante en México, esta cinta contrasta con su sencillez y espíritu festivo del conjunto yerto de las producciones nacionales en turno. Crónica de los días de faena incesante, de las polémicas interminables, de los asedios mediáticos y los reclamos de la derecha política, que ayer criticaba la obra absurda que favorecía a los automovilistas, y hoy exige levantar el plantón que favorece a los peatones, En el hoyo se limita a dar la palabra a quienes rara vez tienen presencia en la pantalla. Sin intervención directa del realizador, sin contentarse tampoco con la rutinaria sucesión de declaraciones a cuadro. Al documental de Rulfo lo invade, domina y estructura la música original de Leonardo Heiblum y la edición de sonido de Samuel Larson; también los relatos de fantasmas y el elogio del albur, nueva picardía mexicana de los andamios, y las confidencias sexistas que se desinflan en el alarde bonachón, y esa convicción de que si el trabajo en las alturas es peligroso, el hambre abajo es todavía más cabrona. Hay una persistencia estilística. El registro coral estaba presente en el primer largometraje de Juan Carlos Rulfo, El abuelo Cheno y otras historias, y también en ese acercamiento entrañable a la figura de su padre, el escritor Juan Rulfo, en Del olvido al no me acuerdo, reunión de voces campesinas. El procedimiento es hoy similar. El cineasta asiste, como vecino del Periférico, a esa gigantesca faena de albañilería que paulatinamente cobra visos de festejo urbano. Interroga a los responsables de maniobras, a los operadores de grúas; captura el trabajo nocturno, acelera la circulación cruzando la pantalla de ráfagas blancas y rojas; recrea luego una atmósfera lúgubre en las madrugadas de Natividad Sánchez, quien refiere las infaltables historias fantásticas. Un obrero responde, inclusive, al apodo de Nagual. Hay de todo a todos los niveles: obreros, pueblo, raza, desde lo alto hasta las aceras y hasta en el hoyo de donde se intenta rescatar a un hombre. Y la voz del entrevistador apenas se oye, jamás se ve su rostro, él es simplemente el "güerito", el convidado a todos los turnos laborales, ni más ni menos voyeur que el obrero Carmen, quien desde lo alto atisba y clasifica las piernas femeninas en los autos. El ojo de Rulfo -fotografía del director, edición de Valentina Leduc- abarca lo minúsculo y lo descomunal: el expresivo rostro de El Chabelo y el conjunto de la obra, capturado desde un helicóptero en una toma de seis minutos, con ritmos sonoros que son todo un hallazgo, y voces vivas y vigorosas, y un reclamo laboral intermitente, casi en sordina. Una de las tomas más bellas del cine mexicano actual, que más allá de celebrar el maldecido y venturoso segundo piso del Periférico, convida al espectador a compartir la experiencia cotidiana de miles de trabajadores anónimos, perdurablemente presentes en primer plano.