Voto secreto y represión abierta
Stalin lo dijo bien: los que votan no deciden nada; los que cuentan los votos lo deciden todo. Y así es. Lo que se necesita (entre muchas otras cosas) es expropiar el poder de los encargados de la contabilidad de votos para regresarlo a los votantes.
¿Cómo lograrlo? Examinemos la naturaleza del problema. Comenzamos con una conocida analogía que compara el voto con el poder de compra. Cuando los ciudadanos votan, se dice que revelan sus preferencias y escogen entre las alternativas que les ofrece el mercado electoral. La analogía es absurda, pero sirve para entender el problema.
El voto supuestamente nos hace iguales a todos. Por un instante fugaz, escondidos tras las cortinillas en la casilla electoral, emitimos un voto que debe contar igual para todos. Las transacciones monetarias, en cambio, son la medida de la desigualdad. El poder que me dan las guineas que tengo en la bolsa depende exclusivamente de la falta de guineas en la bolsa del vecino, sentenció el filósofo John Ruskin en 1862.
La analogía sirve para identificar una diferencia esencial entre transacciones monetarias y el sistema de voto secreto. Esa diferencia estriba en que la primera es una operación abierta y la segunda es oculta. Las personas que intervienen en el intercambio monetario tienen acceso a la misma información y pueden conocer el monto involucrado en la transacción. Es más, las partes no sólo pueden contar, sino que deben hacerlo para verificar que la transacción es entre equivalentes.
En cambio, en el voto secreto cada elector conoce su sentido, pero no conoce el de los demás. La emisión del voto está separada de la contabilidad. Surge entonces el problema: ¿quién va a contar los votos? La respuesta puede adoptar muchas modalidades, desde la injerencia ciudadana hasta las computadoras. Pero el problema subsiste. ¿Cómo asegurar que los votos sean fielmente contados?
La raíz del problema está en el voto secreto. Este sistema fue introducido para eliminar las presiones sobre los votantes. Propuesto por el movimiento reformista inglés conocido como el Cartismo, se usó por primera vez en Australia en 1856. El primer presidente estadunidense electo con este sistema fue Cleveland, en 1892. Pero eso no eliminó la polémica: las últimas dos elecciones presidenciales estuvieron manchadas por la sombra del fraude. Decididamente, el voto secreto no es la solución del problema.
Para restituir la unidad entre emisión y contabilidad hay que eliminar el voto secreto y sustituirlo por el voto abierto. Esto permite una contabilidad directa: en el mismo momento en que se vota, se cuenta. Además, cualquiera puede contar, no sólo los ''funcionarios de casilla'' o los ''representantes de partido''. Cualquier ciudadano podría realizar el escrutinio en tiempo real y cotejarlo con el conteo oficial.
Regresando a la analogía sobre transacciones monetarias, podríamos tener máquinas similares a los cajeros automáticos. Al introducir el voto, se imprimiría un recibo por escrito, con los datos del elector y el sentido de su voto. La huella de papel impediría cambiar el sentido del sufragio. Al final del día, los responsables de casilla desplegarían en público el listado de votos y cada quien podría verificar cómo fue contabilizado su voto.
Esta no es la solución de todos los problemas. Además, habría que enfrentar la cuestión de las amenazas y coacción del voto. De hecho, el voto secreto tampoco resuelve ese problema, como lo demuestra el uso de programas sociales en México en estas elecciones. El voto abierto permitiría expropiar y recuperar el control de la contabilidad, impidiendo que el conteo de votos sea el momento privilegiado del fraude. Más importante, eso acercaría a la democracia electoral a la multitud inteligente, en lugar de ser un asunto de ''especialistas'' en derecho electoral.
Hasta podríamos abolir a los tribunales especiales en materia electoral. Los tribunales especiales son análogos a las cortes de excepción y vulneran la idea de una justicia indivisible. Son una reliquia del sistema de fueros y privilegios de castas. Por eso el artículo 13 de la Constitución establece: ''Nadie puede ser juzgado por leyes privativas ni por tribunales especiales''. Pero en México, en la ''transición democrática'' se olvidó esto y se llegó al extremo de establecer un tribunal supremo paralelo a la Suprema Corte de Justicia.
Ahora tenemos un sistema cimentado en la desconfianza y sembrado de detalles procesales e intrincados vericuetos legales. La experiencia del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) muestra lo absurdo del tribunal especial. Los magistrados no velaron por la justicia, y la barroca ley electoral les permitió jugar con los formalismos para rechazar los recursos de inconformidad. Como resultado, el país está ahora metido en una peligrosa crisis.
Ayer los magistrados especiales manifestaron su lealtad a la cúpula del poder. Pero hoy la represión es el peor enemigo de Felipe Calderón. Si Vicente Fox quiere subsanar las deficiencias del tribunal especial con represión abierta, puede ordenarla. Pero salpicaría con sangre la flamante constancia de ''victoria'' electoral. Si lo hace, estará condenando la gestión de Calderón en Los Pinos a un trágico final.