Ida y vuelta
Hace poco más de una cuarto de siglo, durante una exposición de sus fotografías en París, Juan Rulfo respondió en mi lugar con su enorme bondad, esa forma, para mí la más alta, de la inteligencia. Alguien me preguntó por qué me había exiliado. La cuestión implicaba más que curiosidad, era un reproche apenas velado con visos de acusación: ¿cómo podía preferir otro lugar que no fuese México?
Fue la primera vez en que escuché a alguien tratarme de exiliada, condición forzosa que se sufre y no se decide. Yo estaba en Francia voluntariamente, regresaba a México cuando quería y, la verdad, me parecía haber llegado la víspera, pues no había visto al tiempo pasar.
Así, me quedé muda, sorprendida, sin saber qué responder a esa curiosidad reprobadora. Por fortuna, Juan Rulfo respondió a esa persona y a mi desconcierto con una explicación: "¿Cuál exilio? Está de viaje". Y agregó con su generosidad acostumbrada: "Es nuestra más grande viajera. Yo también viajé mucho, por toda la República, sigo viajando, me gusta viajar, se conocen otros lugares, sitios diferentes, se ven otras cosas del propio país porque se ve distinto de lejos...", concluyó en un murmullo con su voz cansina, un gauloise a falta de Delicados entre los labios.
Cierto, al cabo de 30 años he dejado de decir "voy a París" y digo "regreso a París". Pero tampoco digo "voy a México" sino "regreso a México". Porque residir en Francia no significa estar fuera de México. Simplemente se trata de una dirección postal. Un lugar cuya lejanía me permite ver mi país con el telescopio que sólo otorga el tiempo cuando no hay distancia. La perspectiva da dimensiones que me parecen más justas a las cosas y a los sucesos: acaso los detalles se borran para dejar revelarse algo más hondo que pudiera ser la esencia, lo que permanece, pero también lo que de veras cambia, es decir, lo que desaparece y lo que, por ese milagro que es ser, aparece.
Así, después de este regreso a la ciudad de México, vuelvo ahora a París. La estancia en la capital mexicana me sirvió de cura para desintoxicarme de la vida cotidiana francesa: su política, la guerra prelectoral, sus huelgas, sus inmigrados, sus programas de tele, sus escándalos... y tantos diminutos sucesos que parecen esenciales cuando uno se halla sumergido en su realidad, precisamente porque no hay distancia y todo se ve a través de las lupas del microscopio. Porque, paradójicamente, a pesar de la Internet y de la consiguiente facilidad para informarse de lo que pasa en un país distante, a pesar de la velocidad de los aviones para cambiar de país, el viaje sigue existiendo. Nunca será lo mismo, me atrevo a pensarlo, leer información o ver imágenes filmadas de un país en el que no se está, que oír en otro idioma confidencias y reflexiones, atravesar callejuelas que obedecen a otro urbanismo, respirar el aire helado de un invierno parisiense, ir dejando de ser la extranjera a medida que se conoce al otro, dejar de ser peregrina al ir encarnando las diferencias. Y, en este sentido, el más real pero también el más imaginario, el viaje sigue existiendo.
Así, dentro de algunas semanas en Francia, los detalles de su cotidianidad cobrarán una importancia que aquí en México no pueden tener; mi visión de México irá decántandose permitiéndome observar, gracias a la lejanía, la historia que no se puede ver cuando se está hundido en ella. No puedo negar, sin embargo, que cuando vuelvo a México tengo la impresión de nunca haber salido y que los años pasados en Francia me parecen apenas unos instantes, tal vez porque mi territorio más real es mi lengua, el idioma español mexicano en que pienso y escribo. Ese territorio sin fronteras donde se sitúa la obra de arte, la cual seguirá siendo la misma más allá del tiempo. Las palabras de Pedro Páramo, los versos de Una temporada en el infierno, un ángel de Carmen Parra, un alacrán de Francisco Toledo, la luz negra de Soulages son terrenos seguros y no arenas movedizas. Recuerdo la Autobiografía de Elizondo cuando escribe que, después de la locura y los electrochoques, su visión de los Nenúfares de Monet fue la misma de antes.
El viaje tiene algo de delirio que no deja dormirse en sus laureles, ni siquiera adormecerse. ¿No escribió Jacques Bellefroid: "El viaje es un insomnio"?