Odio
La palabra "odio" está apareciendo con frecuencia creciente, al menos en los medios escritos, ya como advertencia, como preocupación, como miedo, como afirmación.
Estamos en el final del peor periodo presidencial de la historia de un México de instituciones (en déficit permanente) erosionadas especialmente por el señor de Los Pinos, que se hizo acompañar probablemente de la también peor "primera dama" de este país, donde el poder parece estar irremediablemente amalgamado con la corrupción.
Los de abajo, permanentemente agraviados en la patria de la desigualdad, han padecido sin cesar medidas tomadas desde el Ejecutivo, que han agraviado a muchos mexicanos. Fox remató, redondeó y completó la montaña del odio que las clases dominantes y los gobiernos fueron creando en las décadas revolucionarias, que a marchas forzadas trabajaron por acrecentar los neoliberales priístas, y que Fox remató con su ignorancia supina, su insensibilidad, su torpeza política, su tozudez sin par.
La vida institucional se erosionó gravemente, antes de que pudiera madurar, por la estrechez de miras de los partidos, por la ambición y corrupción de muchos dirigentes, por la falta de entendimiento de lo que es un país en el que la democracia funciona, y las instituciones y las leyes gobiernan, y en el que caudillos y populismos ni de izquierda ni de derecha debieran tener lugar ya más.
Plutarco Elías Calles expresaba la fatiga de los revolucionarios permanentemente agarrados entre sí por los pelos: "Que no sean ya sólo los hombres, como ha tenido que suceder siempre en la dolorosa vida política de México, los que den su única relativa fuerza, estabilidad y firmeza a las instituciones públicas. Que elegidos los hombres por sus merecimientos o virtudes y por los programas sinceros que determinen su futura actuación, sean las instituciones y el manto de la ley lo que los consagre, los haga fuertes, los envuelva y los dignifique; lo que los convierta, por modestos que hayan sido, en reales personificaciones de la patria".
Eran los años veinte. Pronto cumplirán un siglo esas reflexiones y las instituciones afanosamente construidas durante las primeras décadas de paz posrevolucionaria; comenzaron a debilitarse y a corromperse por los hombres corruptos hijos de la revolución y por la creciente desigualdad social que creaba dos Méxicos cada vez más alejados, más extranjeros uno respecto del otro. Terminamos, al inicio del siglo XXI, con una sociedad pirruri que ha amasado una fortuna incalculable, metropolitana e ignorante; una clase media que ha venido encogiéndose y a la que le cuesta un esfuerzo desmedido el día con día, y una mayoría en el precarismo inhumano, a la que se le arrojan programitas caritativos y misericordiosos -como deben ser tratados cristianamente los olvidados de Dios-, como los teletoncitos y las oportunidadcitas.
Fox puso muchas fresas en el helado, pero puso dos de a kilo: la pretensión del desafuero de Andrés Manuel López Obrador y, como remate, la campaña del miedo contra el mismo candidato del brazo de su ilegal campaña a favor del aspirante del PAN. Fox deja la República en su peor momento, habiendo acicateado el odio con la fuerza del Estado. Fox, un hombre que actuó con demasiada frecuencia fuera de la ley, activamente o por omisión, que protegió negocios de sus antiguos y de sus nuevos parientes, que esperemos sean aclarados y castigados debidamente.
Calderón tiene como obligación y necesidad de gobernabilidad la acción dentro de la ley, la reforma profunda de las instituciones -la reforma del Estado- y emprender un camino cierto, concreto, visible, comprometido con el abatimiento de la desigualdad, no con programas que supuestamente servirán para "luchar" contra la pobreza. Pero el PAN hasta ahora no ha dado señas de que el México de todas las desdichas le importe seriamente. No están dichos los programas para incorporar plenamente a los excluidos y hacer de México un país de todos.
Y es de esperarse también que la convención nacional democrática a la que está llamando López Obrador no sea excluyente, porque si se trata de combatir a la derecha mediante unos caminos que la excluyan de la vida pública, para que las izquierdas se pongan en su lugar, quedaremos también sumidos en el odio y la división.
La convención y un gobierno que tomará las riendas en condiciones de profunda ilegitimidad requieren asumir el compromiso nacional de llevar la República por el camino de su reconstrucción institucional, de su reforma del Estado, y de la conformación del programa que acabará con los excluidos mediante su inclusión en la vida social, económica, política, cultural de la nación, que termine con el odio. No queda espacio ya para dos Méxicos; hacemos uno o podemos quedarnos sin ninguno.
Aviso: informo a mis lectores que durante tres semanas estaré fuera de la posibilidad de escribir mi contribución semanal. Continuaré a mi regreso.