Crisis de la razón
Las elecciones presidenciales que terminaron este martes nos dan el espacio sobre el ganar o perder. ''Bien se parece Sancho que eres villano y de aquellos que dicen ¡Viva quien vence!", dice El Quijote. Y son palabras en que lo distintivo no es ya la inteligencia en su función de ver, sino de sentir; y en el ejercicio de esa función nos corresponde -como decía el poeta español Joan Gil Albert- ''por gracia de esa refinación sensibilizada, el despertar de una ternura, que de tan extravagante es de la mayor nobleza''.
Nobleza que es el elogio a la locura, a la manera de Michel Foucalt, quien aborda ésta en el sentido amenazador de la razón y bajo la forma de lo racional. Como se desprende de las campañas en que se rebaja a López Obrador a la categoría de loco... y al sistema de objetivo y racional. ¡El que gana es el sensato, el que pierde es el loco!
Olvido de los orígenes y el recubrimiento mediante el propio develamiento racionalista y trascendental, como movimiento de la razón amenazada por su propia seguridad. Crisis del discurso del poder, que según Jacques Derrida, interpretando a Foucault, es hacer filosofía del terror.
''En el terror confesado de estar loco. Crisis en que la razón esta más loca que la locura y la locura más racional que la razón, pero está más cerca de la fuente viva, aunque silenciosa y murmuradora del sentido. Crisis que existe desde siempre, no tiene principio y es interminable''. Lo que Foucault nos enseña a pensar es que existe la crisis de la razón extrañamente cómplice de lo que el mundo llama ''crisis de la locura", según la manera de interpretarlo de Derrida, alumno de Foucault.
Crisis según Foucault, en que existe la sospecha de que el lenguaje no dice exactamente lo que dice. Sentido formal que protege y encierra un sentido pero que, en realidad, encierra a pesar de todo, otro sentido. El sentido realmente importante y que sería el ''que está por debajo"; lenguaje además engendrado de otra sospecha, que en cierto sentido rebasa la forma propiamente verbal, ya que hay muchas otras cosas que hablan y que no son lenguaje. Lenguajes que se articulan en forma tal que no son verbales. Formas que aparecen desde los griegos y aún tienen vigencia.
Todo esto determina, para Foucault, que ''cada cultura, cada forma cultural de civilización ha tenido sus sistemas de interpretación, sus técnicas, sus métodos, sus formas propias de sospechar, en que el lenguaje quiere decir algo distinto de lo que dice y deja ver que hay lenguajes aparte del mismo lenguaje".
Para Foucault las técnicas de interpretación quedaron en suspenso a partir de los siglos XVII y XVIII. Recordemos la sentencia de Montaigne: tan sólo somos intérpretes de interpretaciones; y la apertura del texto cervantino también serviría como ilustración de la enunciación de Foucault.
En el siglo XX, Freud, Nietzsche y Marx nos sitúan, según Foucault, ante una nueva posibilidad de interpretación para fundar la idea de una nueva hermenéutica que se ciña a una semiología y tienda a creer en la existencia absoluta de los signos, abandone la violencia, lo inacabado y la infinitud de las interpretaciones para hacer reinar el terror del índice y sospecha del lenguaje. Es decir, en términos derridianos, ''hacer decir la hipérbole demoniaca, a partir del cual el pensamiento se revele a sí mismo, contra su anulación o su naufragio en la locura y en la muerte".
Que escriba -escritura interna- más que diga. Una estructura de diferencia cuya irreductible originalidad hay que respetar. Nobleza que es el elogio a la locura que diría El Quijote.