EJE CENTRAL
Castillos de fuego
Cada septiembre el estallido de los primeros cohetes destrozaba la quietud y la adustez del pueblo enlutado por el plumaje de los tordos. En las ventanas aparecían como otra floración las banderitas de papel. Las recuas de mulas sacaban chispas en las calles empedradas que conducían al puente de piedra: apenas una joroba sobre un hilito de agua turbia.
En derredor de la plaza los alfareros exhibían ollas y juguetes de barro sobre tapescos de alfalfa. La calle principal se inundaba con el olor del pegamento utilizado por los cartoneros para confeccionar cascos, máscaras, cornetas, espadas. Bajo los arcos del mercado aparecían los músicos y los vendedores de tunas, tunas cardonas rojas, casi negras, atravesadas con púas de maguey.
Los últimos en llegar al pueblo eran los ferieros. Los niños y los perros les daban la bienvenida en la carretera y los seguían hasta el Jardín de la Soledad. Con aspecto de gitanos, entre gritos, los ferieros instalaban volantines, carruseles y mesas de lotería. En ellas la suerte adoptaba la forma de un florero, de una polka, de un cochinito de barro...
El pregonero de la suerte atraía a la clientela con versos alusivos a la luna, el nopal, el borracho, el barco, la estrella, la catrina. ¡Lotería! Sus gritos provocaban el interés de las fonderas, expertas en guisados picantes, antojitos tricolores y sonrisas veladas.
A media mañana se oían tres silbatazos. Era el anuncio de que las monjas estaban a punto de salir del asilo para llevar de paseo a los enfermos mentales y a las prostitutas redimidas que tenían a su cuidado.
El aviso provocaba inquietud, temor y una curiosidad disfrazada de conmiseración por los desamparados. Con las manos atadas, vestidos con ropas intemporales y amorfas, los locos parecían espectros. Detrás iban las mujeres que en otros tiempos habían llevado faldas de charmés, blusas escotadas, labios rojos y sobrenombres como La Liebre, La Rajada, La Cucha, La Contenta...
Al final caminaba una pareja de monjas, blancas, lentas, impecables. Con sonrisa modesta pedían que se reconstruyera el espíritu festivo, como si no supiesen que lo desgarraba precisamente la aparición de sus pupilos.
La escena se repetía año con año: el mismo número de locos y prostitutas, la misma pareja de monjas. Sin embargo, los habitantes del pueblo tardaban en aceptar esa visión dentro del escenario vestido de colores.
Los violinistas eran los primeros en romper el silencio. Con las notas iniciales de su interpretación se desataban otra vez los murmullos, las risas, los cohetes, los pregones: las voces de septiembre. Conmovidos, los vendedores se acercaban a la procesión de miserables para ofrecerles banderitas, golosinas, juguetes, máscaras. Tales expresiones de generosidad revivían el entusiasmo de las monjas.
Alegres, se acercaban a sus protegidos para ayudarlos a ponerse las caretas. Los dementes y las prostitutas ocultos bajo las máscaras continuaban su marcha hacia el Jardín de la Soledad para ver -sólo para ver- los volantines y los carruseles que giraban al ritmo de un vals deformado por el rústico equipo de sonido. Las monjas los incitaban a seguir el ritmo, fingiéndose ellas mismas bailadoras. ¡Lotería!
Las fiestas patrias anunciaban las celebraciones del arcángel San Miguel, patrono del pueblo. Cuadrillas de voluntarios iban por las calles relatando, al ritmo de sus panderos, el triunfo del arcángel sobre el dragón infernal: "Vencites, Miguel, vencites...."
De pronto aparecía el diablo. Enorme, enfundado en costales desde la cabeza hasta las rodillas, amedrentaba a los narradores, bufaba y hacía restallar su látigo sobre el empedrado.
Los comerciantes y los curiosos abandonaban sus puestos y observatorios para huir del demonio, aunque sabían que Marcos, el cohetero, era quien lo encarnaba desde muchos años atrás, cuando sufrió el accidente en su taller pirotécnico. Hasta la fecha nadie se explicaba en qué forma un artesano tan diestro pudo haber cometido el error que provocó la explosión.
El cohetero se salvó de morir entre las llamas gracias a que sus vecinos escucharon los gritos de Rosa, la novia de Marcos. Envuelto en sábanas empapadas, lo trasladaron en una camioneta hasta el hospital de El Salado. Allí Marcos permaneció un año. Durante su convalecencia se negó a recibir visitas. Regresó al pueblo de madrugada y sin avisar, para que nadie advirtiera su deformidad.
Hasta la fecha nadie ha visto a Marcos sino bajo la máscara del diablo. Marcos huye de la luz y de toda compañía. A solas, en silencio, sigue aferrado a su oficio. Cuando oye pasos que se acercan pregunta quién es. La respuesta nunca resulta la que espera: "¡Soy yo, Rosa!" Si se trata de un cliente, saca por la ventana la mercancía y permanece oculto hasta que el comprador se aleja.
Marcos sigue recordando a Rosa como la vio aquel 15 de septiembre, con su vestido blanco y sus moños tricolores en las trenzas. Aún escucha su voz como la oyó aquella mañana: "Si no me haces caso y sigues con tus cohetes te voy a aventar un cerillo prendido".
Marcos se enteró de que, a raíz del accidente, Rosa había caído enferma. Después, por recomendación del curandero, sus padres se la llevaron lejos. Para no extrañarla, para no odiarla, Marcos se ha inventado que Rosa murió en la explosión.
La rabia de imaginarla muerta envenena sus bufidos, sus carcajadas, la forma en que, disfrazado de demonio, Marcos azota las piedras del camino que muchas veces recorrió de la mano de Rosa haciendo planes para un día que nunca llegó.
Al anochecer Marcos vuelve a su casa, se despoja de la arpillera, se sienta frente a su mesa de trabajo y oye el estallido de los castillos que iluminan la noche. En medio del estruendo lejano recupera también la voz de Rosa.
"¿Dónde estará?", se pregunta. La imposibilidad de encontrar respuestas se convierte en frustración y rencor. Bajo esos fuegos sus nobles sentimientos hacia Rosa estallan y él vuelve a sentirse envuelto en una hoguera, como aquella mañana de otro 15 de septiembre.