11-S: Las paradojas
El enemigo sigue siendo interno. Hasta el 10 de septiembre de 2001, en el imaginario colectivo estadunidense la mayor amenaza a la paz, la tranquilidad y el orden provenía de las becarias cachondas de la Casa Blanca y de la carne débil de los mandatarios. Dos días más tarde la representación del peligro principal adquirió barbas y turbante; en la realidad, seguía estando en el recinto presidencial, pero había cambiado de nombre: ya no se llamaba Monica Lewinsky sino George W. Bush. A cinco años de aquella barbarie se sigue llamando igual.
Insecticida de triple acción. La llamada "guerra contra el terrorismo" provocó, como las guerras contra el narcotráfico, el Efecto Cucaracha: la dispersión y multiplicación del enemigo en territorios más extensos. Los autores hipotéticos o reales de los atentados de Nueva York y Washington se beneficiaron también del Efecto Nietzsche -lo que no me mata me fortalece- y el círculo gobernante de Estados Unidos sacó, por su parte, ventaja del Efecto Reyes Heroles: lo que resiste, apoya.
El espejo violento. Los delirantes que leen entre líneas en El Corán y encuentran allí instrucciones para fabricar explosivos de gran potencia consiguieron despertar al Gran Satán y reactivaron su vocación de despedazar el mundo. Los delirantes contrarios, los que hablan con Dios en tecnología de banda ancha y confunden a los ángeles con cazabombarderos de última generación, materializaron, de su lado, las conspiraciones que andaban buscando para blanquear las guerras de saqueo, convertir el estado de excepción en normalidad democrática y convertir al planeta en un salón de tortura. Unos y otros se miran en el espejo del adversario y se sienten realizados y felices. Cuentan con las condiciones propicias para llevar a cabo sus grandes obras y, a mayor empeño en realizarlas, surgen más justificaciones para la profundización de la tarea.
Protección total. Gracias a los virajes practicados hace cinco años en los timones de cuatro aeronaves, que se magnificaron en un golpe de timón planetario, los ciudadanos de Occidente enfrentan ahora, en sus teléfonos, sus computadoras y sus camas, a espías con legitimidad reforzada, deben soportar que cualquier hombre de negro les pegue una etiqueta de sospechoso, con los trámites que eso implica, y cuando viajan han de aguantar escrutinios cada vez más parecidos a un Papanicolau. Los habitantes de países pobres cuentan hoy en día con causales supernumerarias para ser detenidos sin orden judicial, maltratados, secuestrados y asesinados. Los terroristas no pueden atacar blancos inexistentes, y por eso la mejor defensa de la libertad consiste en liquidarla.
Los atacantes ganaron la batalla. Si el objetivo de un acto terrorista es provocar terror en autoridades y masas de población, los autores de los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono bien pueden adjudicarse una victoria, así sea póstuma. En las ciudades de Europa occidental persiste el pavor, justificado, a las explosiones en los sistemas de transporte colectivo. En la olla del vecino puede estarse cocinando una sopa de ántrax. El desodorante del pasajero de la fila de al lado tiene aroma de dinamita.
Nostalgia del interregno. Entre la pasada guerra fría y el terror caliente que hoy vivimos hubo una transición desencantada pero relativamente apacible en la que la paz en Medio Oriente se creyó posible, en la que pareció viable destinar parte de los excedentes mundiales a paliar el hambre y el sida y en la que la adopción de medidas de preservación ambiental no necesariamente resultaba una propuesta absurda. Todo eso se fue al caño. Todos -empezando por Bill Clinton, claro- la pasábamos mejor, o menos peor, en el periodo de transición entre ambas épocas, cuando el principal riesgo a la estabilidad de Estados se llamaba Monica Lewinsky.