Impunidad y abusos de poder en la Iglesia católica
La denuncia presentada en Estados Unidos por la Red de Sobrevivientes de Abusos Sexuales de Sacerdotes en contra de los arzobispos de México y de Los Angeles por su presunto encubrimiento de un sacerdote, acusado de pederastia tanto aquí como allá, pone de manifiesto de manera ineludible la grave crisis de legitimidad en que se encuentra la institución eclesial en cuanto al respeto a los derechos humanos en su interior. Hace unos meses, el Vaticano, en un comunicado oficial acerca de Marcial Maciel, reflejó contradicciones que son cada vez más difíciles de disimular en su doble carácter, como Estado parte de la ONU y como gobierno de la Iglesia católica. Este asunto ha vuelto a evidenciar ante la opinión pública una realidad tan recurrente como acallada cada vez que aparece: las violaciones a los derechos humanos cometidas dentro de la Iglesia.
En toda América Latina existen testimonios ejemplares de religiosas, sacerdotes y obispos que han defendido la causa de los derechos humanos en las más difíciles circunstancias, aun a costa de su propia vida. Sin embargo, la práctica de la pederastia y la impunidad institucional que a menudo la acompaña nos muestran otro rostro de la misma Iglesia, que en el interior, protege, encubre y favorece la impunidad de quienes cometen delitos y han violado reiteradamente los derechos humanos de sus subordinados aprovechándose de su posición de poder dentro de la Iglesia.
En el ámbito eclesial los abusos cometidos por clérigos difícilmente son castigados y examinados de forma pronta e imparcial, pues la víctima tiene que enfrentar múltiples obstáculos al presentar su reclamo ante diferentes instancias para que se investigue, juzgue y resuelva; no obstante, todas estas diligencias dependen finalmente de una misma autoridad, que termina priorizando criterios ajenos a la justicia, como la defensa de la institución, la conveniencia política y, por consiguiente, la necesidad de ocultar la verdad y evitar así el escándalo, aun a costa de propiciar la impunidad, vulnerar la integridad moral y los derechos de terceros, no importando si estos son menores de edad, sin ningún otro medio de defensa. El resultado es con frecuencia el silencio, la simulación y la ausencia de justicia. A los victimarios se les castiga en ocasiones removiéndolos temporalmente a otro destino; esta sanción, que a menudo se traduce en protección, sólo excepcionalmente culmina poniendo al responsable del atropello ante las autoridades civiles correspondientes. Este modo de proceder, opaco y ambiguo, ha sido la respuesta oficial también en el caso de Marcial Maciel, y en muchos otros similares, menos conocidos, pero no de menor gravedad.
Si bien los excesos cometidos por sacerdotes pederastas han causado daños en gran medida irreparables, el Vaticano tendría que disponer como criterio general aplicable llevar sistemáticamente a los presuntos responsables ante la justicia civil y además aplicar sanciones efectivas para la mitigación del daño y asegurar la no repetición de estas conductas; de lo contrario, se mostraría incapaz para cumplir en su interior con sus obligaciones internacionales como Estado, en particular la promoción y protección de las garantías fundamentales, como lo predica y exige a otros miembros de la comunidad internacional. La necesidad de que se reconozca y asuma por parte de la Iglesia la verdad sobre los delitos denunciados y ampliamente documentados, algunos de ellos desde hace muchos años, es un reclamo de justicia que al tratarse de abusos de poder contra menores de edad es una exigencia no sólo de la comunidad de creyentes y de los directamente agraviados, sino de la sociedad toda.
* Defensor de derechos humanos [email protected]