ANTROBIOTICA
Sobre esquinas malditas
Ampliar la imagen Sinfonía alada en alguna esquina de la colonia Nápoles Foto: Fabrizio León Diez
I
NADIE PUEDE NO notarlas: le deben su visibilidad al fracaso. Pasas a diario frente a ellas: en enero hay una miscelánea; en marzo, una tortería; en agosto, un revelado de fotos, y en el siguiente enero, otra vez, una cortina de fierro que va cargándose de cochambre. No te las explicas: la calle que habitan puede ser transitadísima, la ubicación inmejorable, la contraesquina un éxito total y sin embargo aquí (precisamente aquí) no pasa nada. Son esquinas malditas y, aunque no lo saben, están esperando nuestro olvido, es decir, que las redima un éxito inexplicable como su fracaso; están esperando un lance de dados o un Starbucks. O, último recurso, la demolición y el borrón y cuenta nueva.
II
MAS QUE UNA esquina maldita (que lo era, multiplicada por cuatro: Montecito e Insurgentes, Insurgentes y Filadelfia, Filadelfia y Dakota, Dakota y Montecito) el Hotel de México era un símbolo. Desde su nombre -vaya: El Hotel de México- era una apuesta desaforada: quería ser el único, estar sobre la calle más larga del país -algunos dicen que de América, otros que del mundo, alguien dirá de la galaxia-, quería que su último piso girara y que en él hubiera el restaurante más caro, la discoteque (jeje) más inaccesible... Era el símbolo de la eterna fractura entre la realidad y el deseo: empezaron a planearlo en 1947, pero apenas pusieron la primera piedra en 1966 con la ilusa idea de tenerlo listo para las olimpiadas de 1968; tardaron añales en construirlo: hacia 1982 empezaron a creer que nunca iban a terminarlo; pronto, otros edificios demostraron que podían ser más altos, e Insurgentes que podía ser larguísima, pero también atroz; el restaurante de la cima nunca logró jalar de veras y, a poco de abierto, su antro decayó en santuario del wanna-be o del has-been o, de plano, del never-was... Ahora el Hotel de México -qué triste, carajo, ya nadie le dice así- vive parcialmente redimido en su avatar de World Trade Center (WTC). Se cansaron de que estuviera ahí nomás, 40 y tantos pisos de insulto a la esperanza; lo vendieron y le cambiaron el uso de suelo y la fachada, que pasó de horrible a meramente fea. Lograron atraer la atención de Cinemex, exorcista de esquinas malditas (pregúntale al Manacar, al Palacio Chino, al Real Cinema), Tony Roma's y algunas agencias de viajes... (No es mucho, claro: JC Penney se instaló grandilocuentemente en el mero pubis del WTC y fracasó, not with a bang, but a whimper.)
III
QUIEN SABE CUANTAS esquinas malditas desaparecieron el 19 y el 20 de septiembre de 1985 entre los escombros, la transa (sub)contratista y el horror de veras. Yo sé de una que nació en esas fechas. Mamá, papá y hermanitos vivían en Monterrey, entre Tepic y Tepeji, en la Roma. Se levantaban temprano y a las 7:40 los niños salían para la escuela. El temblor de las 7:19 los asustó, aunque sólo moderadamente (las lámparas pegaban contra los techos, las copas escandalizaban la vitrina; nada más). Minutos después, la vida volvió a la normalidad, pero el niño, a la mitad del camino a primero A de la secundaria Amado Nervo (¡Dios!), se encontró un edificio de unos 10 pisos en la esquina de Medellín y Baja California, que aún lanzaba vidrios, cuyas entrañas sonaban como un tren que se pone en marcha y cuya estructura ¿metálica? parecía hecha de gelatina o, cuando mucho, de paté... Remozado, luego luego, recubierto de apenas vidrio nuevo, siempre amenazante de volver a la enclenquia, esta vez definitiva, ¿a alguien puede sorprenderle que este edificio, malamente absuelto por una Comex que tuvo el arrojo de instalarse en su planta baja, se haya convertido en una esquina maldita que acaba de cumplir sus 20 añitos?
IV
¿CUAL ES EL Everest de las esquinas malditas? Tal vez ese predio imposible, marrón, gigantesco, que se estacionó hace unos 15 años en el Periférico, entre Palmas y Reforma, frente al Churchill's y mil cosas más. Puede que sea el fracaso más fracaso de la ciudad; iba a ser una plaza comercial, pero, dramáticamente, se quedó en un cheque millonario que alguien traspapeló. Casi todos atribuyen este fiasco al estacionamiento, que, dicen, se quedó entre la insuficiencia y la inexistencia. Tal vez tengan razón, pero la mole gigantesca ahí sigue, irresoluble como un problema metafísico. (La otra vez pasé por ahí: había máquinas y hombres trabajando; ¿será?) O tal vez sea el "centro comercial" (ya ni sé dónde ponerle las comillas) Acrópolis. Lo intentó de todas las formas posibles: primero quiso ser un bazar, pero con pisos de mármol y paredes de verdad. El tianguis de Lomas Verdes, bajando la calzada, se reía con justa razón. Después, trató de volverse mall en forma (así, en inglés): tampoco lo logró; abajito abrió Heliplaza, como para darle apoyo, y lo único que pasó fue que ambas contagiaron de fracaso al contiguo salón Coronado, uno de esos con pista subibaja, espíritu de limusina y vestidos blancos...
HAY UN EPISODIO bellísimo de Ren y Stimpy en que tripulantes de una nave espacial aterrizan en el planeta donde existe el Monte de los Calcetines Izquierdos, al que van a parar todos los calcetines del Universo que un día simplemente desaparecieron, que nunca bajaron del tendedero o jamás salieron de la secadora... Acrópolis es eso mismo: un lugar donde se reúnen todas las esquinas que no funcionaron en la ciudad: hoy desaparecen en la Condesa, en la Roma o en Polanco, pasado mañana, como para no morir del todo, llegan ahí, a esa tierra que Satélite inventó para darles una casi nada de existencia. Mi soledad -escribió Borges- se alegra con esa elegante esperanza.