Editorial
Seguridad: Estado inexistente
En lo tocante a la seguridad pública y el control de los grupos delictivos, las autoridades públicas prácticamente han desaparecido. En horas recientes han ocurrido en el país, entre otras acciones criminales, asesinatos con el sello de la mafia en Ciudad Juárez, Chihuahua; en tres municipios de Michoacán; en Chilpancingo, Guerrero; en Hornos de Cuerámaro, Guanajuato, y en dos localidades sinaloenses. En el centro de esta capital, el asalto a una camioneta de valores dejó un saldo de 15 heridos, tres de ellos policías y el resto ciudadanos que pasaban por el lugar, y en la capital de Veracruz un escolta del gobernador fue atacado a balazos por un comando que se dio a la fuga. Los Zetas y otros grupos armados del narcotráfico, reforzados por desertores del Ejército y ex militares y pandilleros centroamericanos, extienden su presencia por el territorio nacional y por regiones del sur de Estados Unidos. Ante la inseguridad imperante en Tijuana, el empresariado local ha decidido suspender tres encuentros binacionales.
Con el telón de fondo de esa embestida, que ya rebasó por mucho la capacidad de las corporaciones policiales nacionales, estatales y municipales, la Secretaría de Seguridad Pública federal (SSP) y algunos mandatarios estatales acordaron adoptar medidas que moverían a risa si la circunstancia no fuera tan grave: entre otras, imponer en los hoteles y moteles del país la identificación y el registro obligatorios de los clientes, la "cero tolerancia" ante vehículos sin placas o con vidrios polarizados, y la conexión de bases de datos federales y estatales de vehículos, registros policiales y órdenes judiciales y ministeriales. En sus últimas semanas de gobierno, y en medio del naufragio del estado de derecho, el foxismo sigue siendo incapaz de comprender el fenómeno de la violencia delictiva y sus causas de fondo: el estancamiento económico con todas sus secuelas sociales, la galopante corrupción que afecta a los organismos de seguridad, procuración e impartición de justicia, y la manifiesta improcedencia de una estrategia antidrogas que lleva a los gobiernos del hemisferio a ganar batallas y perder la guerra.
Si la protección de la integridad física de los ciudadanos es una de las razones de ser del Estado, acaso la primera y tal vez la más importante, no es exagerado concluir que en este sexenio el Estado renunció a una obligación toral, por más que en los informes oficiales el titular del Ejecutivo federal se esmere en argumentar que entrega un país "en paz y en calma". Todos los días la realidad indica lo contrario, y hay algunos en que el desmentido fáctico es más que contundente.
Por otra parte, la exasperante indefensión que padece la inmensa mayoría de los ciudadanos hace aparecer como grotescos los despliegues de protección personal con que se desenvuelven los altos integrantes del grupo gobernante. Es adecuado y correcto, en principio, que un gobierno adopte las pertinentes medidas de resguardo a la integridad física de sus funcionarios. Sin embargo, con la cantidad de ejecuciones que han tenido lugar en las últimas horas y con 12 viandantes inermes heridos en la balacera que se produjo en el Centro Histórico capitalino, adquiere carácter irritante el desproporcionado cerco policiaco-militar establecido, a un costo de 20 millones de pesos, en torno a Felipe Calderón Hinojosa con el propósito visible de impedir que observe las pancartas de repudio y escuche los gritos de protesta que suscita su presencia.
En estas circunstancias, no hay manera de evitar la conclusión de que el supuesto compromiso de los miembros del grupo en el poder con la seguridad se refiere a la de ellos mismos. De esta manera emiten un mensaje inequívoco: sálvese quien pueda. No es fácil imaginar una actitud más desmoralizante de quienes aspiran a continuar el proyecto político y económico que ha conducido al país a su actual debacle.