La seguridad nacional en el próximo gobierno
Uno de los temas ausentes en el debate nacional, a escasos dos meses del relevo del titular de la Presidencia de la República, es la seguridad nacional. La complejidad que han alcanzado las relaciones internacionales, aunada a la intensidad en la dinámica interna de nuestro país, ha llevado a que estemos enfrentado una situación que además de inédita (pues en sí misma cada etapa de la historia lo es) demanda un tratamiento mesurado y que evalúe las medidas antes de ser aplicadas. La improvisación y el dogmatismo, reunidos en una sola dirección, propician, como hemos observado, que los problemas y las crisis se administren suponiendo que se extinguirán porque sí.
Sin embargo, hasta el momento ese método, lejos de dar buenos resultados, ha alargado la lista de problemas que el siguiente gobierno deberá enfrentar apenas se inicie la administración. Precisamente, el de la seguridad nacional será sin duda uno de los que exijan sin demora un tratamiento específico, alejado del voluntarismo o de las ocurrencias. Lejos en el tiempo, pero reciente en el recuerdo, la creación de la Coordinación de Seguridad Nacional al inicio de esta administración. Su destino fue el fracaso. Al igual que sucedió con otras coordinaciones, ni sentido y objetivos claros pusieron en evidencia que la imaginación debe pasar por el sencillo ejercicio del estudio y análisis.
Mucho más relevante fue la reforma en materia constitucional del artículo 89 fracción VI (realizada por la anterior Legislatura) para incluir a la seguridad nacional como una de las responsabilidades prioritarias del presidente de la República; sin embargo, con una ley en la materia notablemente incompleta, imprecisa y, sobre todo, sujeta en su aplicación al arbitrio del funcionario en turno, ahora nos preparamos para iniciar una gestión gubernamental que de origen tiene la sobra de la duda respecto de la certeza, equidad y transparencia en la competencia y en los resultados. Así, aunados estos dos elementos, es decir, la discrecionalidad en la aplicación de los preceptos legales para conservar la estabilidad (política, social y económica) y la presencia de una débil legitimidad de la siguiente administración, el escenario es propicio para la tensión y el conflicto. No son suficientes las convocatorias al diálogo ni las presiones vía la movilización popular para construir los acuerdos.
En el diseño de las políticas públicas en materia de seguridad nacional, para nuestro caso, deben considerarse de manera fundamental, las condiciones de vida de la población y, de forma explícita, la forma en que se hace frente a la pobreza, a la marginación y a la ignorancia. Los intereses de la seguridad nacional, entonces, son de carácter interno, como también lo son los recursos hidráulicos y los energéticos. Y debe tenerse en consideración esto porque, por obvio que sea, para Estados Unidos sus intereses también de seguridad nacional son externos y coinciden con los recursos petroleros en primer lugar. De allí que al tratar de ajustar nuestro marco jurídico a las presiones y requerimientos de la potencia hegemónica, la distancia conceptual y de objetivos entre una y otra formas de comprender la seguridad nacional -me refiero a la de Estados Unidos y México- da paso, a su vez, a que el entendimiento por parte del gobierno saliente y del entrante, no tenga conexión de fondo con los problemas nacionales.
La posibilidad de iniciar con un intenso programa de política social (no asistencial, propio de la democracia cristiana) como resultado de la composición de las cámaras, permitiría a la siguiente administración federal lograr mayores márgenes de negociación hacia el exterior y de conciliación de intereses hacia el interior. La cuestión radica en las prioridades del plan de gobierno, tras de las cuales se posicionan la ideología predominante y los compromisos contraídos.