Usted está aquí: martes 3 de octubre de 2006 Cultura Siete bailarines butoh concretan la eternidad en un instante

La nueva obra de Ushio Amagatsu abrió el festival de danza Lila López en SLP

Siete bailarines butoh concretan la eternidad en un instante

Kagemi: más allá de la metáfora de los espejos se escenificó en el Teatro de la Paz

PABLO ESPINOSA ENVIADO

Ampliar la imagen Bailarines de la compañía japonesa Sankai Juku, la noche del domingo en San Luis Potosí Foto: Pablo Espinosa

San Luis Potosí, SLP, 2 de octubre. En escena, la representación de lo divino en un instante que dura para siempre.

Dentro de un estanque metafísico, que es un espejo poliédrico imaginario donde flota una cama de lotos, siete oficiantes del arte butoh desentrañan los misterios del cuerpo y el universo. Durante 85 minutos sucede entonces, allí y ahora, la armonización de la energía sexual femenina y masculina en el encarnamiento untado a la esencia de la verdad.

Con la representación de la nueva obra maestra de Ushio Amagatsu, Kagemi: más allá de la metáfora de los espejos, con él mismo y sus seis bailarines con quienes conforma el legendario agrupamiento japonés Sankai Juku, se inició la noche del domingo en el Teatro de la Paz la versión 26 del Festival Internacional de Danza Contemporánea Lila López.

La iluminación, anhelo supremo

Kage, explica Amagatsu, significa sombra. Mi quiere decir: ver y ser visto. El vocablo Kagemi es el nombre antiguo de espejo. Es, en la luz, ''la superficie que refleja y es reflejada, mirada".

Siete secuencias: viento en las profundidades del agua; Manebi, dos espejos; Ecos de miradas y atisbos; en la luz, al borde del agua; diálogo infinito; vacío/plenitud; charal/achiral, agitación y sedimentación.

Es la luz de la crisálida. Es el vaivén copular del ying con el yang, es la fuerza del tantra.

La concentración, la energía centrípeta concentrada en la dualidad, la fuerza subversiva que mueve al mundo.

La unión del Shiva, la energía pasiva masculina, la conciencia, con el Shakti, la fuerza creativa femenina, que es la energía primigenia, el poder, la verdad.

También desde tiempos antiguos, la flor de loto simboliza la fertilidad, el nacimiento, la pureza, la sexualidad, el renacer de los muertos. No en balde el ciego Homero vio en sus cantos cómo Odiseo desembarcó en la isla de los comedores de lotos y cuando lo hacían comer la flor de loto olvidaban todo para vivir en estado de gracia. Renacer, rencarnar. Lograr el anhelo supremo: la iluminación.

En escena, merced a cada grito que nunca sale de los gestos ahogados en el estanque, por virtud de cada movimiento infinitesimal que sucede a velocidades pasmosas, tan lentas que asemejan el vuelo del colibrí, que al igual que la montaña viajan tan rápido que no se mueven. Gracias también al embrujo del estruendo de los cuerpos, los siete bailarines llegan a la cópula final, al éxtasis divino, al ungüento sagrado de la verdad: a la iluminación.

Se escucha entonces el demoledor estallido del silencio, la música sagrada de los músculos nadando entre la savia de los lotos y la sangre en sus latidos a ritmo de sonata, el callado rumor de los músculos labrados a golpe de milenio que hacen volar en pedacitos las ideas para convertirse en sueños y volver a renacer una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, lenta, suave, vertiginosamente lenta y suave. En un instante. Es decir: la eternidad.

El tantra estalla en luz

Una música también ecléctica que rebota ecos en el piano a lo Wim Mertens, a lo Keith Jarreth, a lo más ultramoderno combinado con el aroma antiguo de Chopin. La brutalidad de los sentimientos junto a la suavidad de los cuerpos. El estallido de las ideas al lado, alado, de la conciencia. El vuelo invisible de los prismas convertidos en cuerpos butoh, desnudos, níveos, tan bellos como una flor de loto que se ahoga en el estanque.

Un jardín de lotos. Un estanque de delicias. La encarnación del concepto budista de la vacuidad. La impermanencia. La concreción de la eternidad en un instante, que dura para siempre.

Al final, la cama de lotos desciende sobre los bailarines en un vuelco metafísico que convierte el movimiento vertical en la lontananza: el horizonte es el cenit, los confines son el zenit, la cima es la crisálida, la oscuridad la sima, el tantra estalla en luz.

La música se tiende también de manera vertical, en ascenso de alondra, y asemeja el canto final de lo que Gustav Mahler puso en vida al final de su Canción de la Tierra: Ewig: eternamente.

El cuerpo asciende, sueña, vuela, renace. Se ilumina. Queda suspendido en un instante que se llama parasiempre.

 
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