Del Apocalipsis a Blade runner, pasando por la Internet I
Es por voz de la Biblia o por el manuscrito de Phillip Dick que deberíamos enterarnos: los caminos del señor son inescrutables. La tecnología, según Dick, será indispensable para que Belial mande al exilio de la tierra a Dios. Y según el oscuro escritor del Apocalipsis, el día del Gran Juicio en el Valle de Josafat todos los hombres de todas las épocas seremos tocados por la justicia divina de manera simultánea. Esto último que costaba trabajo imaginar a nuestros abuelos, cualquier niño de ahora puede considerarlo factible gracias a la potencialidad que ve en la ciencia y la tecnología.
Y los niños, por esa lógica implacable que los distingue, tienen razón: la ciencia y la tecnología avanzan a tal velocidad que cualquier sueño o fantasía de hoy podrá ser realidad pasado mañana. No es una tontería que lo piensen: ¿no es verdad que un niño de nuestros días tiene más información que cualquier sabio del siglo XVI?
Pero los caminos de la tecnología -como los del Señor- no sólo son inescrutables por sus alcances sino por sus beneficiarios que, de un día para otro, pueden cambiar: los hornos de microondas y los pañales desechables creados para los astronautas y que durante años fueron considerados secreto de Estado, ahora forman parte de los objetos básicos de cualquier mortal. Cientos de horas de investigación teórica y de laboratorio se encuentran a la mano de cualquier técnico ambulante que presta sus servicios en un tianguis que, sin mayor afectación, puede decirnos que a nuestro horno le hace falta cambiarle la ''pichacha'', ''la madrecita esa'' para que vuelva a cocer nuestra comida.
Mucho se ha dicho que la tecnología y la ciencia no son buenas o malas per se, y es cierto. La industria bélica nazi fue decisiva para la conquista del espacio emprendida por Estados Unidos -uno de los principales enemigos del führer-, y uno de los inventos militares más complejos de todos los tiempos, como es la red de Internet, se ha convertido en una herramienta básica para la democracia.
Muchas veces he pensado que todo, al final de cuentas, es información. La que intercambian las bacterias en nuestra boca para atacar a la pieza dental más débil, la de fluidos orgánicos que segrega nuestro cuerpo ante la proximidad de nuestra media naranja provocándonos un ligero aumento de luz en la mirada, la que decodifica el olfato de un niño para alejarse violentamente de un animal en estado de putrefacción o acercarse a una guayaba para comerla a trozos.
No sólo eso: los datos de nuestra conducta pueden condenarnos al oscuro infierno a pesar de las llamas, como quiere La Palabra, o a los cielos para habitar al lado del Altísimo. Un conjunto de datos sobre la probable conducta ilícita del cardenal Norberto Rivera ha permitido que se le inicie un proceso judicial en California y otro fue utilizado por el papa Benedicto XVI para fustigar al mundo musulmán porque, en su territorio, representa un peligro de muerte la evangelización mientras que los seguidores de Mahoma pueden hacer proselitismo en Occidente prácticamente sin problema, como el que actualmente busca convertir a los soldados estadunidenses al Islam.
Y si aceptamos que todo es información no es difícil imaginar lo que significa la web, esa red que permite a un niño de una comunidad semiurbana chatear con un jovencito australiano o un pederasta o un caníbal que contactó al otro lado del mundo y cuya existencia su madre ni siquiera imagina. Quince pesos le cuesta el uso del cibercafé. Cinco, consultar las páginas del New York Times, Le Monde, Clarín, La Jornada. Quince el descubrir que el mundo es más grande de lo que imaginamos, más grande que la Biblioteca del Congreso donde es posible encontrar, para algunos de nosotros, nuestro nombre y nuestro número telefónico.