Editorial
Editorial
El proceso electoral de Tabasco y los comicios realizados ayer en esa entidad, los últimos que han de realizarse en tiempos del gobierno del cambio, marcan un retroceso de décadas y traen al presente las elecciones del priísmo clásico: asociación entre el poder público y los medios informativos para montar campañas de linchamiento a opositores, persecución e intimidación de los disidentes por los cuerpos de seguridad pública y grupos de choque, cooptación casi siempre monetaria de algunos militantes de oposición, robo de urnas, compra de sufragios... Por supuesto, al término de la jornada, el candidato oficial reclama el triunfo y hasta es posible que los resultados le den la razón.
Cierto, entre ese pasado oprobioso y la actual "normalidad democrática" hay algunas diferencias significativas. La más relevante es que, en el esplendor del autoritarismo priísta, los integrantes del PAN eran los afectados por la represión, la corrupción y el fraude; hoy son, cuando no los principales benefactores de tales prácticas, al menos aliados de los cacicazgos tricolores que persisten en aplicarlas. Uno de ellos es el de Tabasco.
No será fácil, ni siquiera probable, convertir la mascarada de elección allí realizada en comicios democráticos. La instancia nacional encargada de resolver las inconformidades, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, exhibió sin dejar dudas su sometimiento al proyecto político-económico del grupo en el poder neoliberal en lo económico; conservador y autoritario en lo político al emitir, en septiembre pasado, un fallo vergonzoso en el que reconocía las irregularidades cometidas por el gobierno federal en la elección presidencial realizada en julio, pero daba por buenos los resultados y declaraba, pese a todo, presidente electo al candidato del continuismo, Felipe Calderón Hinojosa.
Por si hiciera falta, después de ese precedente que ha colocado a la institucionalidad nacional en una crisis sin precedentes, en Tabasco volvió a demostrarse que la oligarquía gobernante está dispuesta a demoler lo que queda del sistema democrático logrado con tantos sacrificios por la sociedad mexicana para impedir la llegada de un proyecto alternativo. Vinculados por una red de intereses inconfesables y por complicidades en el saqueo de las arcas nacionales, panistas y priístas han resuelto no perder una sola posición y menos permitir que la izquierda gane una elección.
El empecinamiento del PRI en mantener la gubernatura de Oaxaca sigue cobrando vidas y en el ámbito nacional el panismo sacrifica instituciones con tal de conservar el poder.
Así, tras seis años de foxismo "renovador", el país ha regresado a las viejas formas de ejercicio gubernamental excluyentes, corruptas, antidemocráticas, fraudulentas y, si no queda más remedio, represivas. Pero en su modalidad actual este autoritarismo redivivo ya no depende de un "partido casi único", para recordar aquella frase cínica acuñada por el salinismo. Hoy es bipartidista.
Esta es la modernidad democrática y la vida institucional que elogian medios estadunidenses y europeos, e intelectuales y opinadores corporativos: un régimen que ha decidido manejar las instituciones públicas a conveniencia de un cúmulo de intereses, que ha convertido en mera simulación las vías de participación política, los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas; los contrapesos del poder, y que ha transformado el sufragio efectivo en un chiste amargo, como ha podido verse en Tabasco en estas semanas.
Al igual que en tiempos de aquella dictadura perfecta, desde las oficinas públicas y la complicidad mediática se acusa a los opositores de querer "incendiar el país".