Silverio: antes y después de la gran faena a Peluquero
Es ya un hecho: a partir del domingo 5 de noviembre empezarán las corridas de la temporada grande (ojalá que lo sea de verdad) en la Plaza México. Ya están ahí los carteles para el canje de tarjetas del derecho de apartado y la buena noticia es que no anuncian a Enrique Ponce, lo que supondrá un descanso para muchos después de tantos años de verlo ejecutar el ballet clásico ante cornúpetas de poca monta.
Pero mientras llega el día (faltan en realidad sólo tres domingos) algunos lectores asiduos a este espacio preguntan dónde se puede conseguir el libro de doña María de la Paz Domínguez, la Pachis, en el que esa mujer extraordinaria narra su vida junto al Faraón de Texcoco, el maestrísimo Silverio Pérez, el último grande entre los grandes, que falleció de 90 años hace tan sólo unos días.
Se han girado cartas preguntando por ejemplares de esa biografía. Sin embargo, hasta el momento, no han llegado respuestas. Para compensar la falta van aquí otras líneas escritas por la Pachis: "Silverio tenía por costumbre no tomar alimentos el día de la corrida. La confianza estaba depositada en Dios, pero había que prever cualquier contingencia. Yo tampoco sentía deseos de alimentarme, hasta que podía hacerlo acompañada de Silverio y con nuestros buenos amigos, los de siempre, los que igual celebraban un éxito que lamentaban un fracaso.
"Así que procurábamos que la cena de la víspera fuera muy abundante y sustanciosa. Esa noche (marzo de 1942) fuimos a cenar como siempre a un restaurante. El pidió una complicada sopa de mariscos. Seguramente uno de los tantos animalitos del oloroso caldo no estaba en buen estado pues unas cuantas horas después (Silverio) casi se moría intoxicado. Llamamos al médico y le hicieron lavados de estómago y todo lo que el caso ameritaba.
"Silverio es lo que definen los médicos un vagotónico, es decir, que su corazón late muy despacio, a 60 pulsaciones por minuto. Al día siguiente había desaparecido la intoxicación pero su pulso era aún más lento. Con nada fue posible acelerar el ritmo de su corazón y cuando partió a la plaza tenía 52 latidos por minuto. Iba preocupadísimo pensando que la corrida iba a ser un desastre. Empezó la fiesta y parecía que se confirmaban sus temores. Era un mano a mano con Carlos Arruza y había matado ya dos toros sin acomodarse con ninguno, mientras su alternante había cuajado ya una faena grande.
"Pero salió el quinto, un Carlos Cuevas que sustituía a un lagunero que se había lastimado en el corral. Se llamaba Peluquero. No era del otro mundo pero sí muy bravo y sabía para qué tenía los pitones. Sólo que ante él estaba parado un torero con mucha clase y mucho valor y Silverio, crecido en su celo profesional por el éxito de Arruza, realizó una de las más grandes faenas de su carrera. Aquella noche, Arruza y Silverio escaparon de los aficionados que los paseaban a hombros por la ciudad y con Fermín Espinosa Armillita y las esposas de todos ellos nos fuimos a Acapulco en automóvil, a donde llegamos a las siete de la mañana, sin haber dormido pero felices".