Usted está aquí: miércoles 18 de octubre de 2006 Opinión Hannah Arendt en su centenario

José María Pérez Gay/II

Hannah Arendt en su centenario

Ampliar la imagen Uno de los sueños de la escritora era recorrer otra vez la avenida Lichtenthaler Alle, en Königsberg, la ciudad de su infancia y adolescencia FOTOTomada del libro Hannah Arendt, For love of the world

El 14 de octubre de 1906 Hannah Arendt nació en la ciudad de en Hannover, Alemania, y murió el 4 de diciembre de 1975 en Nueva York. Los años de su infancia y adolescencia transcurrieron en Königsberg, Prusia Oriental: una infancia de puerto y barcos, de comercio marítimo. También de libros, porque a los 14 años había leído a Kant. Hannah Arendt siempre llevó una guerra civil en la conciencia y, al mismo tiempo, una lucidez crítica implacable. Mary McCarthy, su amiga más cercana, mencionaba la gran fragilidad de su amiga, "una de las mujeres más inteligentes del siglo XX": la convicción de estar siempre en camino y su creatividad voraz. "Hay que ponerse a pensar con todo, con los huesos y la piel-le decía Hannah a McCarthy-, de lo contrario dejar esa actividad por la paz". Hannah Arendt era ante todo una escritora -profesora de filosofía y teoría política en las universidades de Princenton, Chicago y Nueva York. A pesar de que su discurso fue enérgico y contundente, siempre existió algo indescifrable en su persona. A principios de la década de 1960, la revista The New Yorker le preguntó a William Janovitsch, su editor estadunidense, cuál era la principal virtud de la señora Arendt: "su valentía", respondió; y cuando se lo contaron, la autora reconoció con sarcasmo: "Me gusta la pelea, mi más bella herencia alemana, más todavía: mi más bella herencia berlinesa: soy impulsiva de nacimiento, me gusta la polémica y el duelo, pero sobre todo combatir la estupidez".

Hannah Arendt era una escritora que nunca confundió sus convicciones con sus intereses, por esta razón, entre otras, nunca construyó un sistema filosófico. "Los sistemas no son sino máscaras solemnes -dijo en una ocasión- para las cabezas huecas en el interminable carnaval de los intelectuales. Los sistemas no me interesan. La tarea que me he impuesto es muy sencilla y, al mismo tiempo, complicadísima: el siglo XX ha traído al mundo una estela de exterminio y un sufrimiento sin límite, la idea del Mal reclama toda la fuerza de nuestra reflexión y conocimiento. Debemos conocer el origen del Mal; sobre todo, si se puede, prevenir".

En Raquel Varnhagen, una judía alemana en la época del romanticismo, Hannah Arendt descifra el destino del pueblo judío como un pueblo paria. Max Weber había definido a los judíos en el exilio como "parias", un privilegio negativo. Cuanto más perseguido se sienta un "pueblo paria", más grande será su esperanza en la redención, que sólo se cumple por la voluntad de Dios. Cada sociedad, al definirse a sí misma, define a las otras. Este principio asume casi siempre la forma de una condena: el otro es un ser fuera de la ley, los parias fueron siempre repudiados. Arendt vio en Raquel Varnhagen no sólo la figura de un paria perseguido, sino también y sobre todo a "la persona auténtica", la que es capaz de consumar con plenitud sus aptitudes. El individuo es un ser con muy distintas cualidades, pero también una criatura cuya condición es muchas veces incompatible con la realidad, creado a imagen y semejanza de Dios y, sin embargo, muy lejos de toda perfección. La diferencia entre una persona auténtica y las otras se halla en que la primera se define a sí misma y acepta, bajo la realidad de su existencia, todas sus contradicciones, paradojas y ambivalencias.

Hannah Arendt llama a los judíos los parias típicos. A pesar de sus rasgos distintivos como un pueblo paria, no creo que sean tan típicos, como cree Hannah Arendt, porque el origen del pueblo judío no se pierde en la noche de los tiempos, como el de otros pueblos: comienza con la perturbadora certidumbre de ser el pueblo elegido por Dios; quiero decir, lo que en otras comunidades fueron usos y costumbres de la tradición, en los judíos eran mandamientos divinos, que tenían un significado tan regional como también universal. En el propósito absoluto de esos mandamientos, los judíos revelaron una anticipación de los tiempos: todos los pueblos sirven a un Dios único y anhelan vivir en la justicia y en la paz. El pueblo elegido sólo puede ser la irrupción de lo numinoso en la historia.

A principios de 1933, la Gestapo capturó a Hannah Arendt y la sometió durante una semana a un largo interrogatorio. Su trabajo en la Biblioteca Estatal de Prusia, donde escribía un compendio de todas las expresiones antisemitas en Alemania, pero sobre todo sus relaciones con los círculos sionistas de Berlín, habían despertado sospechas entre los funcionarios nazis. Según la crónica de esos días, el propio encanto femenino de Hannah habría seducido al agente de la Gestapo -un hombre inexperto, recién reclutado- que no tenía idea de la policía política y, después del interrogatorio, la dejó en libertad. Al día siguiente abandonó Alemania y se dirigió a Praga, por esos meses la capital de la emigración alemana. Después se estableció en París, trabajó para la baronesa Rotschild, administrando sus donativos para la comunidad judía y, en 1935, asumió el cargo de secretaria general de la filial parisina de Juventud-Aliya, una fundación sostenida por Henrietta Szold, judía estadunidense, cuya misión consistía en sacar de Alemania a jóvenes y niños judíos entre los siete y 17 años, llevarlos a Palestina, donde les conseguían trabajo en los kibbutzim, Hannah Arendt tenía un enorme respeto por esa organización colectiva.

A principios de 1936, Hannah Arendt se divorció de Günther Stern, su primer esposo y, en febrero de 1940, se casó con Heinrich Blücher, un ex miembro del Partido Comunista Alemán. En mayo del mismo año, unos meses antes de que Alemania invadiera Francia, el gobierno de Vichy recluyó a Hannah y a su esposo en el campo de Gurs, que después se convertiría en el gran centro de deportaciones de judíos europeos rumbo a los campos de exterminio en Polonia. En esos días, Arendt y Blücher recibieron un visado para viajar a Estados Unidos. En Marsella, Hannah se encontró con Walter Benjamin, un amigo muy querido, quien le entregó el manuscrito de sus Tesis sobre filosofía de la historia. Los dos se despidieron una tarde en un café del puerto, y cada uno examinó la mejor ruta para llegar a Lisboa. Mientras Benjamin se suicidaba en Port Bou, en la frontera con España, porque los guardias franquistas le negaron el paso, Hannah logró llegar hasta Lisboa, donde aguardó tres meses la llegada de un barco y, en 1941, con los boletos que financiaba una organización judía, se embarcó con su esposo rumbo a Nueva York.

En La tradición oculta (1944) incluye a cuatro personas que, según Arendt, encarnan los perfiles más auténticos de los parias. Heinrich Heine, Bernard Lazare, Charlie Chaplin y Franz Kafka. Los cuatro encarnan al Schlemihl, una suerte de embajador de la torpeza y el fracaso. "La inocencia es el rasgo distintivo del árbol genealógico de los Schlemihl, la inocencia, dice Hannah Arendt, les permite convertirse en un pueblo de poetas, pues pertenecen a una estirpe: los señores absolutos del reino de los sueños. "Sin ser héroes, disfrutan de la protección -escribe Arendt- de uno de los grandes dioses olímpicos: Apolo". El paria es tan inocente y tan simple, es tan poco lo que quiere alcanzar en la vida, que inclusive la gloria -que el mundo regala de vez en cuando a sus criaturas más extraviadas- no es para él más que la señal de su condición irredimible de Schlemihl. Sin duda, su amigo Walter Benjamin sería antes que el poeta Heinrich Heine un clásico Schlemihl. Por razones inexplicables, Benjamin pasó años sin aceptar la oferta del mejor de sus amigos, Gersholm Scholem, el historiador de las grandes corrientes místicas del judaísmo: ocupar una cátedra en la Universidad de Jerusalén, una decisión que sin duda le habría salvado la vida.

Según Hannah Arendt, la misma condición que ha llevado al pueblo judío a la insensatez política y, al mismo tiempo, a una solidaridad y una cohesión social extraordinarias -son maestros de la burla y la ironía ejemplares ante el progreso de la modernidad. Esa misma condición de paria ha producido algo asombroso, bello y singular: el cine de Charlie Chaplin. "El pueblo más impopular del mundo -afirma Arendt- ha creado la figura más popular de la época, cuyo carácter no consiste en la transposición a nuestro tiempo de antiquísimas y alegres bufonadas de una tradición, sino más bien en la restauración de una virtud que se creía apagada después de un siglo de luchas de clase y de intereses: el encanto irresistible del pequeño hombre del pueblo, el sospechoso".

Chaplin siempre entra en conflicto con los defensores de la ley y el orden, los representantes de la sociedad. Chaplin es también un Schlemihl, pero ya no es un príncipe encantado en un país de fábula, ya no lo protege Apolo, apenas le queda algo. Chaplin despliega sus virtudes en un mundo exagerado y grotesco, pero real, cuya hostilidad lo fustiga cada instante. Nada puede protegerlo, ni la naturaleza ni el arte, sino sólo las artimañas que se ingenia y, a veces, la inesperada bondad de alguien que iba pasando por casualidad. "Ante los ojos de la sociedad -acentúa Hannah Arendt- Chaplin fue, es y será, como todo Schlemihl, siempre un sospechoso". Mucho antes de que el sospechoso se convirtiera en el verdadero símbolo de la patria en la figura de "apátrida", mucho antes de que mujeres y hombres reales recurrieran a miles de artimañas propias y a la bondad ocasional de otras personas, Chaplin ya encarnaba, adiestrado por las experiencias de su infancia, el miedo secular de judío ante los policías -símbolos del mundo hostil- y la secular sabiduría del pueblo judío, que en determinadas circunstancias permitió a la astucia humana de David acabar con la fuerza bestial de Goliat.

En la obra de Franz Kafka -sobre todo en la novela El castillo- Hannah Arendt vio menos la descripción del judío paria, que la del "hombre de buena voluntad", alguien que en nuestra sociedad aparece necesariamente como un paria. Mientras los judíos europeos sólo fueron parias sociales, una gran mayoría de ellos pudo salvarse gracias a la "servidumbre interior de la libertad exterior", a su existencia de advenedizos siempre amenazada. Todos pagaron un precio demasiado alto y decidieron gozar de la libertad invulnerable de la existencia de los parias. En Chaplin todo se centraba en la personalidad del hombre insignificante, su entorno era siempre secundario; por el contrario, en El castillo la sociedad anónima, un grupo sin rostro, es el factor decisivo. K. El personaje de Kafka es un protagonista secundario. La misma sociedad encuentra en K. a un hombre prescindible, su existencia es un error burocrático. K. es judío -el único en la obra de Kafka-, ya que él es el heredero de una comunidad, cuyos representantes oficiales son advenedizos que se someten al poder de los dueños del castillo.

 
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