¡Andaba de parranda!
Sólo con valor insólito se puede proponer que el Senado de la República hizo bien su trabajo en el trágico caso oaxaqueño. Sólo con ganas heroicas de tener instituciones benefactoras y civilizadoras de esta tierra de indios, se puede recibir la decisión senatorial como un paso adelante en la constitución de una república nueva. Pero así ha sido y es de temerse que así continúe hasta que un nuevo brote sangriento nos recuerde a todos que lo que ahí se vive es la amenazante confluencia de un subsuelo (re)aparecido y unos sótanos llenos de furia y desbocados y, al parecer, dispuestos a saciarla con cuotas crecientes de violencia y muerte.
La comisión especial del Senado de la República fue, vio y volvió apesadumbrada o aterrada, según la sensibilidad y experiencia de cada uno de sus miembros. Algunos, dan la impresión de que no acaban de reponerse de la impresión de entrevistarse con el depositario del Poder Ejecutivo en campo abierto, campo aéreo, pero todavía no campo santo. Y en conjunto, tardarán en superar la agresiva perplejidad que sin duda les ha provocado el que su informe sobre lo que vieron y oyeron haya desembocado en las adustas lecciones de dureza nada juarista pero sí rondando las nostalgias del ejercicio caciquil del poder, que le asestó a la audiencia y al resto de la opinión pública el presidente de la Comisión de Puntos Constitucionales al descubrir, cual Colón redivivo, que en Oaxaca sí hay poderes.
La confusión es mayúscula y parte de la prensa escrita insiste en que el Senado se negó a declarar la desaparición de los poderes en aquella herida entidad. Se sabe, o debería saberse, que nadie le pidió al Senado lo que no le corresponde hacer, sino algo más elemental a la vez que fundamental: decir si hay o no poderes constituidos en condiciones de ejercerse conforme a la norma constitucional, es decir, si hay gobierno, si hay legislación en curso, y si la justicia se administra conforme a códigos, reglamentos, normas. La Cámara dijo que nada de esto ocurre en Oaxaca, para luego concluir que sus dichos no tienen la mayor importancia. Pero sospechosamente cada senador se ha encargado de sugerir, declarar, filtrar, que entre el Pacífico y la Mixteca o la sierra Juárez no hay tal cosa como orden, gobernabilidad, o aplicación firme y congruente de la legalidad establecida.
Lo que el Senado nos ofrece es una broma en camino de volverse macabra, que no abre paso ni como humilde sugerencia a una solución política de la terrible coyuntura abierta por el club de aprendices de brujo que desataron y agravaron el conflicto, para luego hacer mutis o trocarse en verdugos a la orden, como es el caso de la dirigencia del SNTE. El Senado descubrió que los poderes oaxaqueños no estaban muertos... que andaban de parranda. Cereza envenenada para la celebración de la entrega y recepción en que están metidos los panistas que llegan y los que se van, antes de incurrir en el pavoroso uso de la fuerza pública que les reclaman muchos de sus solícitos partidarios, o a la espera, paciente y autodestructiva, de que desde los bajos fondos el PRI les haga otro costoso favor y convenza al gobernador Ruiz de que pida licencia o solicite una beca del rey de España.
Mientras tanto, el delirio cunde entre muchos activistas y el temor se apodera de la agotada y acosada imaginación de los pueblos de Oaxaca, mientras que las pistolas humeantes generan expectativas de un regreso que hasta hace poco se veía imposible. La necedad marcha de nuevo pero no sólo en el primoroso valle que alucinó a Cortés. La política amanece acorralada a diario y los falsos sacerdotes del estado de derecho velan sus armas... y hasta se atreven a pedir juicio para los altos mandos del Ejército Mexicano. Sólo nos falta Hammelin.