Editorial
Pemex y el Canal de Panamá
En un referendo realizado el domingo, los panameños aprobaron por amplio margen las obras de ampliación de la vía interoceánica de su país. La mayoría dejó de lado las fundadas objeciones al proyecto planteadas por dos partidos políticos y por el Frente Nacional por la Defensa de los Derechos Económicos y Sociales (Frenadeso), el cual presentó una propuesta alternativa para actualizar el funcionamiento del canal a un costo menor, con un endeudamiento significativamente más bajo, y con un impacto ambiental más moderado.
Lo que no estaba a discusión era la necesidad de adecuar a las circunstancias contemporáneas una obra que se terminó de construir hace casi un siglo y que ha perdido mucha de su competitividad, pero cuyos ingresos representan la principal fuente de recursos del Estado: el año pasado, los peajes generaron 600 millones de dólares, algo así como 60 por ciento del presupuesto nacional para inversiones.
Independientemente de la pertinencia del proyecto oficial finalmente aprobado, la consulta pública constituyó la aplicación de principios constitucionales que condicionan las grandes decisiones sobre el canal a que cuenten con la aprobación de la mayoría de los ciudadanos, y que obligan a conformar políticas de Estado para la administración de la vía interoceánica.
El sentido común indica que ésta es la forma adecuada de validar cualquier modificación de envergadura en los recursos estratégicos de una nación, sobre todo cuando éstos aseguran su viabilidad financiera, como ocurre con el Canal de Panamá y, en el caso de nuestro país, con Pemex.
Como ocurre con la vía interoceánica de los panameños, la paraestatal mencionada representa para los mexicanos la porción más importante de recursos nacionales. A pesar de las administraciones ineficientes, de la opacidad y la discrecionalidad con que se manejan los fondos procedentes de la factura petrolera; de la corrupción y del charrismo sindical, Pemex sigue siendo la principal fuente de financiamiento del sector público.
Al igual que el Canal de Panamá, Pemex requiere con urgencia de inversión y modernización. Más aún: después de décadas de políticas oficiales depredadoras, la paraestatal enfrenta una crisis en la que está en juego su futuro. Sin embargo, cuando en el país ístmico se puso sobre la mesa la necesidad de renovación de la vía interoceánica, a nadie le pasó por la cabeza privatizarla. Las propuestas consideraron, en cambio, por la contratación de deuda para financiar las obras de ampliación y remodelación.
El grupo que ostenta el poder desde hace dos décadas en nuestro país, ha atropellado en forma creciente el estatuto constitucional de Pemex como propiedad de la Nación, ha realizado esfuerzos políticos para hacer presentable, deseable y hasta indispensable la privatización de la paraestatal y ha recurrido a tramposos subterfugios administrativos como los famosos contratos de servicios múltiples para poner en manos privadas actividades que la Carta Magna reserva al Estado. La pinza argumental contra Pemex se cierra con los alegatos sobre disciplina fiscal que, en la ortodoxia neoliberal aún imperante, consideran pecado la contratación de deuda pública para la realización de obras de infraestructura.
El destino que los amos del poder político y económico en México pretenden para Pemex es inocultable: reducir la paraestatal a ruinas para transferirla a los capitales privados extranjeros, de preferencia y disfrazar la venta de una porción irrenunciable de soberanía como remate de chatarra y fierro viejo.
Junto al carácter antinacional de estos designios resulta exasperante, además, su espíritu antidemocrático: para el grupo gobernante las decisiones sobre esta institución que pertenece a todos los mexicanos debieran ser de exclusiva competencia de los despachos del Ejecutivo o, a lo sumo, de una negociación tras bambalinas con los legisladores oficialistas.
En contraste, la manera en que los panameños manejan los asuntos del canal es un ejemplo de sentido nacional y voluntad democrática.