Oaxaca: el tejido fino de la sublevación
Al caer la noche, la ciudad de Oaxaca cambia. Con los últimos rayos de luz comienzan a aparecer en barrios y avenidas cientos de barricadas. Los vecinos organizados toman las calles, encienden fogatas, colocan piedras y asumen el control de la circulación de vehículos y personas. A partir de ese momento, moverse por la ciudad resulta muy difícil.
En las barricadas se comentan las últimas noticias, se conversa, se preparara café, se cocina, se realizan asambleas y se escucha la estación de radio de la APPO. Con ellas se garantiza la seguridad pública en la oscuridad nocturna. Se protege a los barrios pobres de la delincuencia y de los ataques de los pistoleros al servicio de Ulises Ruiz. Se hace sentir el control de los ciudadanos sobre su territorio.
La comunicación radial es el hilo que enhebra los centenares de focos de resistencia aparentemente desarticulados en calles y hogares. La radio ocupada informa de los ataques de sicarios y policías vestidos de civil y llama a los ciudadanos a movilizarse y organizar la defensa. Transmite a teléfono abierto llamadas de solidaridad y apoyo. Difunde programas para niños con historias ejemplares. Emite segmentos informativos sobre la biopiratería y la defensa de los conocimientos tradicionales de los pueblos indígenas. Comunica al movimiento consigo mismo.
Desde radio APPO (www.asambleapopulardeoaxaca.com) se emiten canciones de la Guerra Civil española. ¡No pasarán! es una especie de segundo himno del movimiento, después del ¡Venceremos!, adaptado y adoptado por la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), a la que pertenece el magisterio oaxaqueño, desde 1979.
Con los primeros rayos de luz del día, las pequeñas barricadas de los barrios se levantan. Permanecen las más importantes. El campamento principal del movimiento en el centro de Oaxaca se llena de actividades. Grupos solidarios entregan víveres y comida preparada. Las brigadas móviles de la APPO toman camiones y edificios públicos. Conminan a los funcionarios y empleados a abandonar los edificios donde despachan. Los altos mandos de la administración local se mueven a salto de mata. Se reúnen en hoteles y casas particulares, siempre temerosos de que los inconformes lleguen a desalojarlos.
En Oaxaca los ciudadanos han perdido el miedo, ese cemento social básico para que funcione un sistema de dominación. Cuando los pistoleros gubernamentales disparan contra la multitud o contra las estaciones de radio la gente no huye, sino que se lanza contra los agresores. A convocatoria de la radio centenares o miles de personas se concentran en cuestión de minutos en el lugar del ataque para perseguir a los responsables.
En cambio, las policías locales tienen miedo. Temen a los ciudadanos organizados y su ira. Tienen pavor a la respuesta decidida de la gente desarmada. Perdieron la batalla del 14 de junio contra el magisterio, cuando el gobernador los mandó a desalojar del zócalo de la ciudad. Han perdido todas y cada una de las pruebas de fuerza a las que se han sometido.
En contra de lo que se ha dicho, y a pesar de la indudable importancia que desempeña el sindicato magisterial, no se trata de un mero movimiento gremial. En la lucha encontraron un lugar y una identidad aquellos que no tienen futuro. Los jóvenes punk y los desempleados, los excluidos que no han emigrado a Estados Unidos, al valle de San Quintín o la periferia de la ciudad de México han encontrado en la protesta un espacio de dignidad y la posibilidad de hacerse de un lugar en el mundo. Su radicalidad es notable, como también su arrojo.
El magisterio tiene una cultura y una práctica sindical que hace muy difícil la cooptación de sus dirigentes. Ulises Ruiz, ignorante como es de los asuntos de su estado, lo vivió en carne propia el pasado 21 de noviembre, cuando festinó por adelantado el levantamiento del paro de los maestros sólo porque parte de la dirección gremial impulsó y anunció el repliegue. El (des)gobernador del estado confió a los suyos que tenía listas 50 pipas de agua para entrar a limpiar el centro histórico de Oaxaca. Pero las pipas tuvieron que quedarse estacionadas porque la asamblea estatal de los trabajadores de la educación decidió hacer una nueva consulta para ver si se regresaba o no a clases.
En la sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) las cúpulas no mandan, porque no las dejan mandar. Por el contrario, deben obedecer las decisiones de la asamblea estatal, instancia organizativa en la que participan el comité seccional y los secretarios generales de todas las delegaciones sindicales del estado. El movimiento orienta su acción a partir de 20 principios rectores de claro contenido democrático. Los delegados que asisten a la asamblea van amarrados a lo que sus bases han acordado. Si rompen ese acuerdo pueden ser destituidos.
Ese funcionamiento democrático de 26 años de antigüedad fue lo que impidió que la decisión de promover el levantamiento del paro, impulsada por el secretario general de la sección, Enrique Rueda, y su corriente dentro del sindicato, prosperara. Fue, además, lo que facilitó que la sección sindical se mantuviera unida, a pesar de sus diferencias internas.
El tejido fino de la sublevación oaxaqueña está integrado por una convergencia de pobres urbanos, jóvenes sin futuro, comunidades indígenas, organizaciones campesinas, gremios, ONG y maestros democráticos, con su respectivo memorial de agravios. Muchos ya no tienen miedo del gobierno. La horizontalidad de su funcionamiento hace muy difícil que un acuerdo entre autoridades gubernamentales y dirigentes sociales que no resuelva la demanda central -la cabeza del gobernador- sea viable. Oaxaca de abajo sabe que la permanencia de Ulises Ruiz al frente del estado provocará una carnicería. No puede abandonar la lucha por su salida.