Usted está aquí: martes 24 de octubre de 2006 Opinión Las capas de la cebolla

Sergio Ramírez

Las capas de la cebolla

No creo que alcancen a contarse con los dedos de una mano las novelas que llegan a encarnar la conciencia de una nación, o a sacudirla, y que pasen a ser la manera de contar la historia de esa nación en determinado momento de su existencia. Una de esas novelas es El tambor de hojalata, de Günter Grass, que apareció en 1959. Para entonces, Alemania no sólo se hallaba dividida como consecuencia de su derrota en la Segunda Guerra Mundial. Aturdida aún por la catástrofe, y por las revelaciones del genocidio en los hornos de cremación, y además dividida, se había convertido en el escenario de confrontación de los dos grandes superpoderes nucleares,

Por si fuera poco, la lengua alemana estaba muerta, y su sepulturero había sido Adolfo Hitler, como diría el crítico literario George Steiner. Esta puede ser una parábola luctuosa. Pero hay lenguas que mueren, o entran en estado agónico, con las grandes calamidades de la historia. Y Grass no sólo supo leer la historia a la que sus compatriotas daban la espalda, porque buscaban ansiosamente el olvido, sino que resucitó a la lengua alemana, y le infundió una nueva vitalidad para sacarla de su parálisis.

Si los alemanes se hallaban aturdidos por el gran silencio que siguió a la guerra, la lengua entumecida en la boca por el terrible sentimiento de culpabilidad frente al holocausto, fueron despertados por el repique frenético de un tambor de hojalata que empezó a sonar de manera incesante. Lo tocaba Oscar Matzerath, el niño que decidió dejar de crecer para poder seguir viendo el mundo desde la altura de las rodillas de los adultos, y suprimió aquel silencio para llenar el aire de ruido y más ruido. Los obligó a verse a sí mismos, a enfrentarse con el pasado en ruinas.

Era la conciencia colectiva la que tocaba a rebato en aquel tambor, y todo el mundo fue obligado a despertar de su letargo. Aquel enano loco atravesaba con su tambor el siglo veinte alemán, empezaba su marcha en los albores de la Primera Guerra Mundial, acompañaba la llegada del nazismo, pasaba por la derrota, y aún seguía tocando en la época de la posguerra. Como el personaje Orlando de Virginia Wolf, también Oscar Matzerath traspasaba las edades, y se convertía en un testigo ruidoso de la historia. La historia vista como un absurdo difuso, como el mismo Grass diría.

Al revés de Oscar, su niño enano que se negaba a crecer, Grass comenzó a multiplicar su estatura, inconforme y rebelde, muchas veces contra la corriente en los asuntos cruciales del país, no sólo a través de las demás novelas suyas que desde entonces siguieron, sino de sus actitudes y sus opiniones. Y su fama vino a silenciar a sus muchos adversarios, porque no hay opiniones valientes y de ruptura que no creen adversarios, colocado ya al final del siglo pasado como el más importante de los escritores alemanes contemporáneos, y coronado por fin con los lauros del Premio Nóbel de Literatura.

Ahora, en su recién aparecido libro de memorias Pelando la cebolla, Grass ha contado que sirvió en las Waffen-SS, una rama de las fuerzas de elite del régimen nazi, y semejante confesión ha desatado un escándalo alentado por todos aquellos que nunca le perdonaron ser el escritor que nunca calla. El tambor de hojalata, quitado de manos de Oscar, suena con toques incesantes de insidia y mezquindad. Ha llegado la hora de aporrear al héroe literario, y aturdirlo hasta la sordera.

Un gran coro de graznidos se alza. Günter Grass, el gran crítico moral de su sociedad, su voz literaria más alta, enlistado como miembro de las SS, afamadas por ser la fuerza más represiva del régimen nazi, y la más cruel. Y se lo había callado. La hipocresía del verdugo que tras ocultar por años su pasado, confiesa de manera tardía su delito, y mientras tanto, se ha permitido dar lecciones éticas a los demás. Hay que quitarle de inmediato el Premio Nóbel, alegan sus jueces acusadores, improvisados en muchas tribunas; algo a lo que, por supuesto, la Academia Sueca se ha negado.

Los hechos son diferentes. En los archivos militares de Berlín siempre estuvo a disposición de quien quisiera verlo el registro de Grass como soldado raso en la unidad Frundsberg de la décima división Panzer de las SS, algo que, por tanto, nunca tuvo carácter de secreto. Y figuró en las listas de prisioneros tomados por el ejército de Estados Unidos en las vecindades de Marienbad, el 8 de mayo de 1945, ya cerca del final de la guerra.

Tenía 18 años entonces, y sólo había servido en las filas militares por pocos meses, porque se reportó al servicio activo en enero de ese mismo año. Nunca participó en combate, y no mató ni hirió por tanto a nadie. Tampoco lo hizo de manera voluntaria, sino que fue llamado a filas, igual que Joseph Ratztinger, el actual papa Benedicto XVI.

Cuando le preguntaron a Grass en una entrevista publicada en el Frankfurter Allgemeine por qué no había hablado del hecho antes, su respuesta fue más que simple: porque le apenaba. Le apenaba que de adolescente hubiera tenido que servir, aunque fuera de manera fugaz, en el aparato de guerra del nazismo. El nazismo contra el que ha alzado su voz a lo largo de toda su vida, hasta los 78 años que ahora tiene.

Los regimenes totalitarios, si una perversidad mayor tienen, es la de encandilar con el fulgor de su propaganda, revestida siempre de gloria, patriotismo, heroísmo, a los jóvenes y a los adolescentes, y aún a los niños. Grass fue uno de ellos. A los 15 años quiso ser artillero de tanques, en plena guerra. Y cuando el nazismo se deshacía, y las tropas soviéticas avanzaban sobre las ruinas de Berlín, los últimos fusiles quedaron en manos de niños que sólo sabían cargar al hombro las mochilas escolares.

Günter Grass seguirá siendo, como antes, la molesta conciencia de su país. Lo que quiere decir que el tambor de Oscar Matzerath seguirá sonando. Nunca ha dejado de sonar.

www.sergioramirez.com

 
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