Droga adictiva
L a represión es una droga adictiva que suele incrementar con rapidez los niveles de tolerancia del órgano o del organismo que la ejerce. Al igual que ciertas sustancias prohibidas o no, pero que generan dependencia, la violencia del Estado tiene por resultado paradójico la multiplicación y el refuerzo del síndrome que la hace necesaria. Otra alegoría médica: la represión alivia (es un decir) síntomas pero casi nunca cura enfermedades y cuando se abusa de ella puede volver permanente e irreversible la conversión del amable doctor Jekyll, trajeadito y democrático, en el abominable Mr. Hyde.
Hay muchos ejemplos. El despotismo y la prepotencia con que actuó la policía francesa ante un pequeño mitin en la Sorbona, el viernes 3 de mayo de 1968, generó un malestar de escala nacional que llevó al gobierno de De Gaulle a enfrentar -con más policía y con cantidades industriales de gas lacrimógeno- a la más imponente movilización social ocurrida en Francia en el siglo pasado. Y México: la brutalidad para reprimir una riña callejera entre estudiantes de la UNAM y del Poli fue el detonador de lo que terminó tres meses más tarde, y de la forma que todo mundo conoce, en la Plaza de Tlatelolco. Para qué hablar de la agresión perpetrada por agentes de la seguridad del Estado contra los manifestantes congregados frente al edificio de Radio Budapest, la noche del 23 de octubre de 1956, y la revuelta consecuente, que habría de saldarse con el ingreso a territorio húngaro de varias divisiones del Ejército Soviético, algunos miles de muertos, un trauma nacional que sigue vivo y una enorme victoria moral para la cruzada anticomunista.
Cuando un gobierno envía a sus fuerzas de seguridad a romper cabezas a palos debe calcular con sapiencia -una virtud mucho más escasa que la legitimidad- si esa medida brutal va a terminar con el problema o si, por el contrario, actuará como multiplicador de los cráneos a romper. De ocurrir lo segundo, la siguiente disyuntiva para el poder público será dar marcha atrás -un arte difícil- o incrementar la dosis y diversificarla: persecución de los inconformes, encarcelamientos selectivos, tal vez un asesinato. Y si la rebelión no cede, y si se hace más grande, tal vez llegue el momento de poner en la balanza la dimisión o la instauración de la guerra sucia como método central de gobierno.
Los capítulos que vienen después son harto conocidos y hasta da pereza enumerarlos. El dato significativo es que, para entonces, la autoridad de que se trate ha establecido ya una adicción a las acciones represivas y cada dosis de ellas debe ser más grande que la anterior porque el síndrome de abstinencia se ha hecho cada vez más agudo. Es que si no aplastas a la oposición sientes que te mueres, y acaso tu sentir no esté muy alejado de la realidad.
Los regímenes que se enganchan con la represión de sus ciudadanos casi siempre terminan mal (en todo caso, siempre terminan): abominados en lo interno y apestados de la comunidad internacional, su violencia se vuelve detonador de otros procesos de descomposición. Por esas razones y por otras los expertos recomiendan a los gobernantes que piensen muy bien antes de dar sus primeros pasos represivos. El problema es que la legalidad abunda y hasta puede fabricarse a voluntad, pero la sensatez, no.