EJE CENTRAL
Las flores blancas
Es lunes. Al entrar en el pabellón Ana oye toses, murmullos, fragmentos de las conversaciones en que las pacientes diluyen sus temores y el tedio de la espera. También escucha preguntas: "¿A qué horas me van a bañar?" "¿Pueden subir a verme mis hijos?" "¿Cuándo me harán los estudios?"
-Amanecieron muy preguntonas -responde sonriente la enfermera.
Ana ve corridas las cortinas que aíslan la cama 19. Ese número siempre le recuerda a su primer paciente. Era un niño. Murió. El impacto fue tal que Ana estuvo a punto de renunciar a su profesión. No lo hizo. Sin embargo se alejó del pediátrico y entró en el hospital para mujeres. Ahora confía en que Estéfana se salvará. Lleva dos meses internada y sólo ha recibido las visitas de su hermana Agueda.
La tarde de un domingo la enfermera las sorprendió hablando en voz muy baja. Enseguida guardaron silencio y adoptaron una actitud rígida, ausente. La escena se repitió otras veces, hasta que Ana quiso saber el motivo de aquel comportamiento:
-¿Desconfían de mí?
-No, verás: nosotras hablamos en zapoteco. No queremos que nadie nos oiga para que no se burlen ni nos desprecien.
Ana le dijo que estaba equivocada; nadie podía burlarse de quien hablara un idioma tan bello y musical como el zapoteco. Estéfana la miró sorprendida:
-¿Lo hablas? -vio que Ana negaba con la cabeza-. Entonces, ¿cómo dices...?
Ana se sintió avergonzada y en riesgo de perder la confianza de la paciente que con tantas dificultades había logrado conquistar.
-Porque lo he escuchado en Oaxaca y también aquí, algunas veces, cuando vienen músicos y artesanos de tu tierra.
-Mi tierra -repitió Estéfana entre suspiros y se puso a entonar una canción en zapoteco. Al terminar se enjugó con disimulo una lágrima-. Mi madre nos la cantaba a mi hermana y a mí cuando nos veía tristes.
-¿De qué habla esa canción?
-De las flores silvestres, blancas, que cubren los cerros de Oaxaca. Son como pedacitos de nubes que se desprenden del cielo y caen a la tierra para disimular su aridez y su pobreza.
-Me gustaría que me enseñaras esa canción -le dijo Ana-. ¿Lo harás?
-A lo mejor un día -la miró a los ojos con una intensidad que imposibilitaba la mentira-. ¿Cuántos más tendré que estar aquí?
-No lo sé. Depende de muchas cosas, pero sobre todo de que tú quieras aliviarte.
-¿Y no cuenta lo que ordene Dios?
-Sí, también -le respondió Ana-. Ahora tienes que dormir.
-Ojalá y sueñe.
-¿Con qué te gustaría soñar?
-Uh, con tantas cosas...
-¿Por ejemplo?
-En las noches perfumadas con el olor de las gardenias que bajamos a vender al zócalo de Oaxaca; en las nubes que coronan los cerros de Tlahuiltoltepec; en que hablo a gritos con mi gente y me río como cuando era niña; en la música, en todo lo de allá, hasta en el sabor del pan que hace Delfina.
-¿Extrañas mucho tu tierra?
-Con decirte que esa extrañeza me punza más que todos los dolores. De eso hablo con Agueda. El día en que ella no pueda venir ¿a quién le diré mis cosas en mi lengua?
-A mí... si quieres. Aunque no comprenda tus palabras, entenderé tus sentimientos -sonó un timbre en el pasillo-. Tengo que irme. Piensa en lo que te dije, también en que deseo que me enseñes la canción de las flores blancas.
II
Ana descorre la cortina y saluda. Estéfana apenas le responde y no se vuelve a mirarla. La enfermera lee en la hoja de control que su paciente tuvo fiebre. Disimula su inquietud enfatizando el tono jovial:
-¿Cómo te sentiste ayer? ¿Vino Agueda a visitarte?
No obtiene respuesta y no insiste. Coloca el estetoscopio sobre el pecho de Estéfana, que se hunde más en la cama para rehuir el contacto con el metal.
-¿Lo sientes muy frío?
Estéfana se agita, entreabre los labios y deja escapar un borbollón de palabras incomprensibles. Repetidas una y otra vez, son como una parvada que vuela sobre el cuerpo de la enferma. Ana le toca la mano:
-¿Puedo saber qué dijiste?
-Mi hermana tuvo que regresarse a Oaxaca. Le avisaron que Rodolfo, el mayor de sus hijos, murió.
-¿Pero de qué?
-No se lo dijeron. Nomás que se murió, eso fue todo.
-¿Qué edad tenía tu sobrino?
-Dieciocho años. A cada rato le decía a su mamá que vendiera sus cuatro borregos para que con el dinero de la venta él pudiera irse a Estados Unidos. Agueda le contestaba que por ningún motivo iba a deshacerse de su única propiedad. Además, se negaba a darle gusto porque no quería perderlo, como a su padre, que también se fue al norte y no regresó, pero ya ves...
Estéfana se vuelve hacia la ventana: -Quizás hubiera sido mejor dejarlo ir, así Agueda viviría con la esperanza de que el muchacho volvería, no que ahora lo tendrá perdido para siempre.
-Lo siento mucho, de verdad... Nunca pude hablar con tu hermana, pero me imagino cómo estará sintiéndose -Ana advierte la sonrisa de su paciente-. ¿No me crees?
-Sí, pero estaba pensando en que cuando está escrito un destino nadie puede cambiarlo: Agueda no quiso vender los borregos para que su hijo se fuera y ahora tendrá que hacerlo para enterrarlo. Al final el muchacho hizo su voluntad.
Estéfana suspira resignada, alisa la sábana que la cubre y se pone a cantar, muy bajo, la canción de las flores blancas.