La excepción hizo el verano
Y en el hotel de una pequeña población al pie de los Alpes bávaros de nombre Anger (en inglés, Furia) oí que Hannah Booker, escritora local, leía las confesiones del pasado nazi de su hasta ese momento incondicional admirado compatriota Günther Grass, de prisa pero estupefacta, o estupefacta pero de prisa, la misma mañana de octubre de 2006 que, casualmente, estaba citada con su editor en Frankfurt para entregarle el manuscrito de su nueva novela.
Ya no le daba tiempo de caminar hasta la estación de trenes, de manera que montó la bicicleta y pedaleó sin tregua pero más indignada que sofocada. En su refugio al pie de las montañas había dedicado los últimos meses a corregir y corregir su libro y no había seguido en la prensa el escándalo que provocó aquella confesión contenida en la autobiografía de Grass.
A pesar de que la trayectoria de la propia Hannah como prosista siempre había sido, aunque prometedora, más bien detenida, llegó a tener ocasión de conversar con el autor del Tambor de hojalata en una, para ella, memorable oportunidad.
Fue durante un encuentro de escritores en la universidad de Nueva York algunos años después de que Grass hubiera obtenido el premio Nobel de literatura y muchos años después de que, en esa misma ciudad estadunidense que los reunía, Hannah hubiera hecho estudios de postgrado como especialista en letras inglesas y alemanas.
Precisamente fue armada con este tema que Hannah se animó a dirigirse al escritor laureado. En su lengua común le contó que las circunstancias hicieron que ella hubiera leído el Tambor de hojalata traducido al inglés antes de haberlo leído en su alemán original. Hannah supuso que la anécdota llamaría si acaso pasajeramente la atención de Grass; nunca imaginó que, por el contrario, le extrañaría enormemente, al grado de ponerla en duda y forzarlo a alzar las cejas.
Grass le preguntó a Hannah de qué años hablaba, y cuando Hannah, con la audacia que le había permitido hablarle a Grass cada vez más disminuida, repitió a qué época se refería, Grass afirmó que en aquel momento aún no se traducía al inglés su Tambor de hojalata. Hannah se avergonzó sin justificación y, tosiendo desconcertada detrás del dorso de la mano, sin dar la espalda a Grass se retiró de él y se reincorporó al resto de escritores que conversaban entre ellos, carentes de tema con el que sin perturbarlo pudieran acercarse al invitado de honor.
En el tren a Frankfurt, con el disco y la impresión en papel de su novela en el maletín que colocó en la repisa sobre su cabeza, Hannah recordaba aquel desafortunado encuentro con Grass, molesta más por haberse apartado de él dando unos pasos hacia atrás, incapaz de darle la espalda, que por haberse expuesto a que Grass la tomara por mentirosa. Entre falaz e impostora no había gran diferencia; farsante, embustera, ¡tramposa! Y sin embargo, Hannah había sido sincera. Y nada más alejado del embuste que la verdad.
Ni siquiera la belleza del paisaje montañés por el que atravesaba, de campos cultivados; de caseríos limpios y bien mantenidos; nada, digo, lograba distraer a Hannah de su inquietud. El recuerdo ingrato de su encuentro personal con Grass, dormido durante tanto tiempo por la creciente fascinación que provocaba en ella el autor de su juventud, la intranquilidad vencida por la admiración ahora resurgiendo, recobrando fuerza, aplastante, frente a las confesiones del pasado de Grass en un cuerpo de elite nazi.
¿Cómo era posible que Grass se hubiera ofrecido a cometer las violencias más atroces en la mayor masacre de la época? ¿Cuáles eran los sentimientos de Günther Grass, autor del Tambor de hojalata, premio Nobel de literatura? Soterrarlos ayer, ¿los transformó? Confesarlos hoy, ¿lava su culpa? Y su culpa, ¿no pone en duda su ética? Y su ética, ¿no desbarata su integridad? ¿Y un escritor no íntegro no es un farsante? En todo caso, ¿puede seguir siendo admirable? ¿Qué valores son los atributos de la admiración? ¿Qué determina no repudiar una integridad cuarteada?
Estas reflexiones giraban en la mente de Hannah cuando se presentó en la recepción de la editorial. Y se profundizaron cuando la recepcionista le informó que el editor, de apellido Nuremberg, no la podría recibir. Había tenido que asistir a la Feria del Libro a acompañar a Günther Grass, autor de la casa y esa tarde el invitado insigne de la más antigua y prestigiosa manifestación librera del mundo.