Fuera máscaras
Con la ayuda de clases políticas irresponsables, la insurrección popular oaxaqueña se está viendo obligada a confesar antes de tiempo su identidad.
Funcionarios y burócratas, lo mismo que partidos y analistas, vieron la insurrección como simple revuelta. Lo era, en cierta forma. Algunos grupos seguían la tradición de estallidos populares que se producen ante un opresor que se vuelve insoportable o ante una medida que opera como gota que derrama el vaso.
Se percibió también como rebelión, porque se levantaban los indóciles, los insumisos, los que resisten con obstinación a los opresores, afirmados en su dignidad. Por miles, por millones, la gente se rebeló. ¡Ya basta!, se dijeron los rebeldes que aparecieron de pronto por todas partes.
Pero esta insurrección no es mera revuelta ni se reduce a rebelión. Las revueltas tienen ímpetu volcánico avasallador. Si no son arrasadas en germen nada puede detenerlas. Pero son efímeras. Se apagan con la misma rapidez con que surgieron. Dejan huellas duraderas, como la roca volcánica. Pero se desvanecen. Y ésta no.
Esta no se apaga, en parte, por el ímpetu rebelde. Ulises Ruiz encarnó la fuente del descontento y exhibió los peores rasgos del sistema opresor, pero sólo fue el detonador que aglutinó y encendió el descontento disperso. Esta rebeldía pasa necesariamente por su salida, pero empleará su cadáver político como abono de un empeño transformador duradero. Quitará del camino desechos como éste, herencia de un pasado que está quedando atrás, para dedicarse a construir, pacífica y democráticamente, una nueva sociedad.
Es un movimiento social que viene de lejos, de tradiciones muy oaxaqueñas de lucha social, pero es estrictamente contemporáneo en su naturaleza y perspectivas y en su apertura al mundo. Debe su radicalidad a su condición natural: está a ras de tierra, cerca de las raíces. Adquirió tinte insurreccional tras intentar todas las vías legales e institucionales y encontrar azolvados los cauces políticos que recorría. Pero no baila al son que le tocan. Compone su propia música. Inventa los caminos cuando no hay acotamientos.
La batalla campal del 2 de noviembre es ejemplo magnífico y trágico del proceso. Fue la más amplia y feroz de las confrontaciones entre policías y civiles de la historia del país, quizá la única con un triunfo popular indiscutible. Fue enteramente desigual. Había cinco o siete personas incluso niños por cada uno de los policías, pero mientras éstos contaban con escudos, toletes, armas de alto poder, tanquetas y helicópteros, aquéllos sólo tenían palos, piedras, resorteras, algunas bombas molotov.
La batalla se produjo cuando el Presidente acababa de anunciar que la paz y la tranquilidad habían regresado a Oaxaca; cuando la Secretaría de Gobernación reportaba que no había novedad en el frente y todo estaba en calma; cuando el gobernador denunciaba que el conflicto se reducía a un pequeño grupo de extranjeros y a una calle de 570 municipios y anunciaba que estaba a punto de arreglarse; cuando los medios ordenaban a sus camarógrafos que regresaran a la ciudad de México, pues su tarea de engañar con imágenes había terminado.
Los poderes constituidos y las clases pudientes, en Oaxaca y en la ciudad de México, condenaron continuamente a la APPO en nombre del estado de derecho, el orden, la seguridad pública, los derechos humanos, las instituciones. Todos esos elementos se emplearon como justificación para enviar las fuerzas públicas.
Las autoridades estarían dando sin darse cuenta una clase de civismo revolucionario. Con la agencia, complicidad o anuencia de la Policía Federal Preventiva se practica una grosera y masiva violación de los derechos humanos. Proliferan cateos y detenciones sin orden judicial mientras se multiplican muertos, heridos y desaparecidos. Sólo tienen libertad de tránsito grupos de choque priístas o sicarios a sueldo del gobierno del Estado. El ejército y la policía cierran el paso a quienes pretenden acercarse a la ciudad de Oaxaca, particularmente los que acuden a apoyar a la APPO. La Policía Federal de Caminos patrulla la ciudad y transporta tropas. Cunden el desorden y la inseguridad.
Lo más sorprendente es la capacidad de autocontrol del movimiento: el tapete humano ante las tanquetas, estilo Tiananmen; flores a los policías; repliegue ordenado ante su avance; hombres y mujeres tratando de contener a jóvenes que estallan de indignación. Se evita así un inmenso baño de sangre.
Los rebeldes se preparan ahora a dar cauce ordenado a su movimiento, para evitar que se salga de madre y estalle en forma violenta o dispersa o se desgaste inútilmente. Hay manías ideológicas en la construcción de ese cauce. Presionan también quienes desde adentro tratan de implantar otras agendas. Si el recipiente toma formas inadecuadas, como las de un partido (así sea disimulado), el movimiento lo desbordará, como hará con todas las vías legales e institucionales si las clases políticas las siguen cerrando. Paso a paso, por lo pronto, todas las máscaras van cayendo. a