Editorial
Bagdad: farsa sangrienta
Tras una caricatura de juicio, un tribunal de consigna, sostenido por las fuerzas extranjeras de ocupación, condenó ayer a muerte al ex presidente iraquí Saddam Hussein y repartió otras sentencias contra antiguos integrantes de su círculo de poder. En el curso del proceso no se probó la culpabilidad del gobernante depuesto. Simplemente se acataron las instrucciones procedentes de Washington para acortar o alargar la farsa judicial de acuerdo con las necesidades políticas y de relaciones públicas del presidente George W. Bush. En vísperas de las elecciones legislativas de medio periodo en Estados Unidos, se consideró pertinente inyectar algunas vitaminas propagandísticas al alicaído Partido Republicano y se echó mano de un recurso tan truculento como espectacular: ordenar que se sentenciara a Hussein a morir en la horca.
Ciertamente, el otrora hombre fuerte de Bagdad gobernó como sátrapa y cometió, desde la máxima posición de poder en Irak, innumerables crímenes y gravísimas violaciones a los derechos humanos. Era merecedor, por ello, de un juicio en un tribunal imparcial, legalmente constituido y apegado a las disposiciones de su país, o bien en una corte independiente y conforme a la legislación internacional. En cambio, el gobierno estadunidense, por medio de sus empleados locales, procedió a escenificar un proceso en el cuartel general de las fuerzas ocupantes, sin ningún respeto a las garantías legales básicas del inculpado y en un contexto bélico y anárquico que costó la vida a integrantes de la supuesta corte y a abogados de la defensa, y en el cual la administración de justicia simplemente no existe. Ayer mismo, antes de leer la condena, el encargado de ordenar la pena de muerte contra Saddam y dos de sus coacusados, Raouf Abdul-Raham, expulsó de la sala al más reconocido de los abogados defensores: el ex procurador estadunidense Ramsey Clark, quien tuvo la lucidez y el valor de señalar que aquello no era un juicio, sino una parodia.
Para mayor inverosimilitud, en la caricatura de proceso ni siquiera se examinaron los episodios en los que cabría presumir mayor responsabilidad criminal de Saddam como los ataques con armas químicas a la población civil del Kurdistán iraquí, la injustificada agresión bélica contra Irán, que costó millones de vidas a ambos países, o la sangrienta represión de la revuelta chiíta de 1991, entre otros, sino que se le "juzgó" por un caso comparativamente menor, la masacre de 148 personas en la población de Dujail, en 1982, tras un intento de asesinato del entonces presidente.
No puede dejarse de lado que, en la guerra contra Irán, en la mortífera represión contra los kurdos y chiítas y en el despotismo instaurado en Irak en general, Saddam contó con la aquiescencia, si no es que con el respaldo activo, de los gobiernos republicanos de Estados Unidos, los cuales veían en la revolución islámica del país vecino el máximo peligro regional, y en el afán de contenerla auxiliaron al régimen de Bagdad con armas, asesoría y cobertura diplomática internacional.
Desde otro punto de vista, los excesos sanguinarios de Hussein fueron mucho menos graves que la invasión que lo derrocó y el régimen de ocupación que ahora, por medio de peleles locales, lo condena a muerte. Sin desconocer las razones que asistirían al pueblo de Irak no a sus verdugos estadunidenses para procesar al ex tirano, habría muchas más para llevar al propio Bush al banquillo de los acusados y procesarlo por los crímenes de guerra más atroces de cuantos han sido perpetrados en la presente década.
Desde luego, la pena de muerte es una práctica degradante, inmoral y bárbara que no debería ser empleada contra Hussein, contra Bush ni contra ningún otro ser humano, por graves que sean sus delitos.
El fallo emitido ayer, en suma, no constituye un acto de justicia; será, en caso de que se aplique, un asesinato, uno más de los cientos de miles que han perpetrado el gobierno de Bush, sus aliados extranjeros y sus empleados locales en el Irak ocupado.