Usted está aquí: martes 7 de noviembre de 2006 Opinión La horca

Pedro Miguel
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La horca

George Walker Bush ha sido un empresario inescrupuloso y corrupto, un político tramposo y un jefe de Estado mortífero y criminal. Ha violado numerosas leyes nacionales e internacionales, ha causado la muerte de miles de estadunidenses, de decenas de miles de afganos y de centenares de miles de iraquíes, y ha sido el responsable del atropello sistemático de las libertades, garantías y derechos de incontables individuos en todo el mundo. Se mantuvo impasible cuando los pobres de Luisiana se ahogaban en las aguas desbordadas, pero es extraordinariamente diligente cuando aparece una oportunidad para multiplicar las utilidades de las empresas de sus amigos. El poderío económico, tecnológico, diplomático y militar de Estados Unidos ha sido desperdiciado durante seis años para compensar el intelecto menguado y rudimentario del presidente. En su gobierno han vuelto a cobrar fuerza de ley la tortura y el asesinato.

Desde luego, ninguna de las circunstancias mencionadas justificaría el ajusticiamiento de Bush. Lo correcto, lo necesario y lo deseable sería juzgarlo y sancionarlo por las carnicerías que ha provocado en países lejanos, por las violaciones de su gobierno a los derechos humanos, por sus dineros malhabidos, por sus fraudes electorales, por haber ahondado la pobreza y la desesperanza de millones de estadunidenses, por haber dañado seriamente los servicios educativos y de salud en su país y por haber ejercido el poder público en forma egoísta, irresponsable, torpe y tonta. Si la ética tuviera la importancia que debería tener en los asuntos mundiales y estadunidenses, Bush tendría que pasar largos años encerrado en una cárcel. Con ello la humanidad experimentaría un enorme avance civilizatorio. En cambio, si se tomara la decisión de ejecutar al actual presidente de Estados Unidos ­inyección letal, ahorcamiento, fusilamiento, el método es lo de menos­, ello representaría un triunfo de la barbarie a costillas de uno de sus promotores. Sería inadmisible y repulsivo.

Otro tanto ocurre con Saddam Hussein, un tirano sangriento con delirios de grandeza que causó enormes sufrimientos a su pueblo y a los países vecinos. El otrora gobernante iraquí instauró un régimen de pesadilla, roció con armas químicas a civiles kurdos y a soldados iraníes y asesinó a incontables opositores; malbarató decenas de miles de millones de dólares procedentes del petróleo en aventuras bélicas absurdas y en obras faraónicas, se regaló estatuas monumentales de sí mismo y se creyó tan inteligente como para resistir las embestidas bélicas de Estados Unidos. Habría razones de sobra para que kurdos y chiítas de Irak, además de iraníes y kuwaitíes, documentaran ante un tribunal confiable los crímenes de Saddam, y habría, desde luego, motivos abundantes para condenarlo a una prolongada pena de prisión. Ello representaría un acto de justicia nacional e internacional de gran trascendencia para Medio Oriente y un avance formidable para la vigencia de los derechos humanos y el establecimiento de una justicia internacional creíble.

Sin embargo, Saddam ha sido juzgado por una autoridad que es pelele de los generales estadunidenses, el proceso se ha desarrollado de acuerdo con un guión prestablecido por los ocupantes y la sentencia contra el ex dictador no ha sido emitida con base en sus crímenes, sino en función de los intereses electorales del Partido Republicano de Estados Unidos, que por estas fechas lo único que puede ofrecer a la ciudadanía es el espectáculo repugnante de un nudo corredizo en torno al pescuezo de Saddam.

En estos años el mundo ha asistido a la conversión del Irak laico y hostil a Bin Laden en un baluarte de Al Qaeda. Es posible que en las semanas próximas le toque presenciar la transformación de un tirano canallesco en mártir nacional. Cuando actúan juntas, la falta de escrúpulos y la estupidez logran resultados asombrosos.

 
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