Usted está aquí: domingo 12 de noviembre de 2006 Opinión El perenne Mathias Goeritz

Angeles González Gamio
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El perenne Mathias Goeritz

Nacido en Polonia en 1915, estudió pintura y se graduó en filosofía e historia del arte en Berlín. De espíritu aventurero, vivió un tiempo en Marruecos y cinco años en España, donde fundó una escuela a la que llamó La cueva de Altamira. En 1949, Ignacio Díaz Morales, relevante arquitecto jalisciense, acababa de fundar la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara y tuvo la gran idea de invitar como maestro a Mathias Goeritz, quien había destacado en Europa por sus ideas avanzadas y sus audacias en el arte abstracto.

En la bella ciudad tapatía, además de su trabajo en la universidad fundó la galería Arquitac, que exhibió obras de artistas en ese momento poco conocidos en México, como Henry Moore, Paul Klee, Miró, Picasso y Archile Gorky, y creó originales esculturas, como su célebre El animal, que Luis Barragán convirtió en símbolo del Pedregal de San Angel.

En 1954 fue nombrado jefe de los Talleres de Educación Visual en la Escuela Nacional de Arquitectura de la UNAM, y dos años más tarde creó la nueva Escuela de Artes Plásticas en la Universidad Iberoamericana. En 1957, bajo su dirección se fundaron los primeros talleres de diseño industrial en el país. Como maestro formó muchas generaciones de arquitectos y plasmó su exuberante talento y creatividad en expresiones plásticas como escultura monumental y de pequeño formato, vitrales, óleos y dibujos, superficies texturizadas, diseño gráfico y arte religioso.

Cultivó una estrecha amistad con el pintor Jesús Reyes Ferreira, el rey del color, y con Luis Barragán. El notable trío gestó varias de las mejores obras de arte mexicano contemporáneo, entre las que sobresalen las Torres de Satélite. Abrió nuevos caminos para el arte urbano, entre otros, con el diseño de la Ruta de la Amistad, durante los Juegos Olímpicos de 1968.

Como escultor y diseñador realizó muchas obras en México, así como en Francia, Israel y Estados Unidos. En estas crónicas hemos hablado del maravilloso trabajo que llevó a cabo en la iglesia de San Lorenzo, en el Centro Histórico de la ciudad de México, donde diseñó en el lugar del faltante altar principal, un genial bajorrelieve titulado La mano divina, ahora parcialmente cubierto por una triste copia de un altarcito barroco. También diseñó los vidrios que cubren las ventanas y óculos.

Estos vitrales constituyen cada uno una auténtica obra de arte; los originales diseños destacan con los reflejos de los coloridos vidrios: rojos, dorados, azules, que trabajó personalmente con los maestros artesanos de Carretones, que con manos amorosas los realizaron. Este bello arte lo desarrolló también en el antiguo convento de Azcapotzalco, en la sinagoga Maguen-David, en el templo de Santiago Tlatelolco y en las catedrales de Cuernavaca y de la ciudad de México. Recientemente la UNAM rescató El Eco, original espacio cultural que estaba en la incuria y del que hablaremos en otra ocasión.

Ahora tenemos una oportunidad excepcional, ya que el pasado jueves se inauguró en la galería Enrique Guerrero, situada en la avenida Horacio 1549, en Polanco, una exposición que nos permite deleitarnos con varias esculturas de Goeritz, grandes y de pequeño formato, algunas verdaderamente excepcionales, como Aquí y allá, que es una especie de bosquecito de ondulantes formas verticales bañadas de oro, o sus dolientes cristos Salvadores de Auschwitz, que conviven con collages, gráfica y una pintura de gran formato.

El año próximo cumple su primera década esta magnífica galería, que lleva el nombre de su dueño, conocedor y apasionado del arte, que expone a jóvenes artistas que manejan las expresiones actuales: video, instalación, medios digitales y fotografía, sin olvidar a los maestros, como José Clemente Orozco, Remedios Varo, Francisco Zúñiga, y contemporáneos como Julio Galán, Guillermo Kuitca y Saint Clair Cemin, y hoy, al genial Goeritz.

Otra ventaja que tiene la luminosa y bella galería es que está cerca de decenas de lugares para comer o cenar, para todos los gustos y presupuestos. De postín es la Hacienda de los Morales, que ocupa el hermoso casco de la antigua hacienda, que en su vasto territorio llegó a cultivar, además de las matas de moras para desarrollar gusanos de seda, que le dieron el nombre desde mediados del siglo XVI, olivos, que producían un aceite que ganó premios en Europa. La comida mexicana que ofrecen es excelente, y si sólo quiere conocer el lugar, se puede tomar un copetín en el bar, que es muy agradable, y después comer en alguno de los restaurantes del cercano barrio polanqueño que rodea el parque de Los Espejos, donde hay múltiples opciones.

 
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