César Rincón, torero
César Rincón mostró el estilo inconfundible de su maestría torera. Una silueta perfecta y un torear clásico. Lo que dejaba al contemplarse en el ánimo del aficionado una estela de perfecto equilibrio, de inimitable distinción. A un toro de Garfias, manso, descastado, parado, le encontró el son, gracias a una técnica y un valor sin teatralidades. Citando al torillo a la justa distancia, lo metió en la muleta, le modificó los derrotes que enviaba a diestra y siniestra y estructuró una faena clásica, en la que destacaron unas trincherillas por el lado izquierdo bien rematadas, las tandas de pases naturales cargando la suerte y los de pecho doblando al toro. Al cambiarle al toro de lidia, lo citó en los medios de la plaza para dejar una estocada recibiendo en todo lo alto.
Hizo un toreo de tonos suaves, detalles llenos de clasicismo, como una escultura llena de ritmo en sus líneas y distancias. Mando y temple quedaron agrupados sobria y serenamente en composición de tonos que fueron de agudos a graves según el olé del graderío. Inigualable maestría que volvió a un manso remiso, dócil colaborador.
El torero en su relajada concepción del toreo era lenguaje revelador de espirituales misterios y grave gozo satisfecho. Todo hablaba en él de reposo, de quietud. El reposo trágico de la muerte expresado en la lidia. No es un torero para las galerías, sino para cabales refinados.
Todo esto en una tarde pasada por agua que inició una hora después de lo anunciado que, requirió el arreglo del redondel. Fuera de la faena de César Rincón la tarde resultaba soporífera con toros mansos, descastados, parados, con los que pese a su voluntad se desinfló El Zotoluco y el alternativado Juan Antonio Adame tuvo detalles de calidad. A la salida la gente seguía recreando la faena y la estocada de César Rincón.