Editorial
De la Revolución a la restauración
Vista en forma aislada, la cancelación del desfile conmemorativo del inicio de la Revolución Mexicana, un ritual histórico cuestionado por muchos, podría ser considerado un suceso menor e intrascendente, y hasta como una medida de prudencia gubernamental para evitar confrontaciones con el lopezobradorismo, que ha de realizar hoy, en el Zócalo capitalino, una de sus concentraciones más importantes. Pero si se analiza la postura general del grupo gobernante frente a los legados de la gesta armada que empezó hace 96 años, la supresión del desfile adquiere una significación distinta, de mucha mayor envergadura: es todo un mensaje.
A partir de 1917, los constituyentes de Querétaro y los gobiernos sucesivos establecieron una serie de principios, instituciones y políticas de Estado que constituyeron, a su vez, el núcleo de los consensos nacionales en las décadas siguientes: reforma agraria, garantías individuales, vigencia de la soberanía nacional, derechos sociales especialmente para campesinos y obreros, régimen de economía mixta (con participación privada, estatal y social), derecho a la educación pública laica y gratuita, separación de la Iglesia y el Estado, seguridad social y visión del sector público como instrumento de redistribución de la riqueza y de desarrollo económico, entre otros. Entre ese año y 1940, último del sexenio cardenista, se establecieron las pistas por las que transitó el país hasta los quiebres políticos y económicos de 1968 y 1976. A partir de 1982 se inició un proceso de desarticulación de esas pistas.
Lenta, durante el sexenio de Miguel de la Madrid, la destrucción de las conquistas de la Revolución Mexicana se aceleró en los sexenios de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, en los cuales fueron barridas del mapa instituciones enteras y empresas paraestatales de importancia estratégica para el país. El panismo ha proseguido esta tarea destructiva con menos cortapisas y tapujos, porque es heredero ideológico de los conservadores derrotados en el siglo XIX y de los sectores desalojados del poder por la marejada revolucionaria que comenzó en 1910.
La enseñanza pública gratuita, laica y obligatoria; lo que queda en la Constitución en defensa de los ejidos y comunidades; el artículo 123 y la Ley Federal del Trabajo; el sistema de salud pública; la pertenencia a la nación del sector energético Pemex y la Comisión Federal de Electricidad; la trascendencia de la Universidad Nacional Autónoma de México, entre otros factores que aseguraron el progreso del país, constituyen obstáculos para los intereses de los conservadores políticos y de los liberales económicos, agrupados en torno a un proyecto claramente restaurador, es decir, regresivo.
A los modernos globalizadores les estorban las soberanías y los derechos laborales; a los clericales antiguos les disgusta la pluralidad, la libertad de pensamiento y la enseñanza universal; uno y otros mantienen desde hace años una alianza para desmontar lo que queda de las instituciones emanadas de la lucha armada del periodo 1910-1917, y la alianza trasciende las divisiones partidistas. Esa coalición restauradora PRI-PAN se gestó en el salinato Acción Nacional avaló el fraude de 1988 y obtuvo, a cambio, posiciones de poder por medio de las famosas concertacesiones, se consolidó en el sexenio siguiente, en la defensa y legalización del turbio rescate bancario, y se mantiene en el momento presente en circunstancias como la depredación privatizadora del espectro radioeléctrico nacional o la determinación de impedir, a toda costa y valiéndose de lo que sea, que la izquierda llegue al poder.
En el afán restaurador convergen el foxismo, el calderonismo, la directiva priísta, los altos círculos empresariales y clericales, los poseedores de los grandes conglomerados mediáticos y también, por supuesto, las representaciones de los capitales extranjeros. En este contexto, la cancelación del desfile del 20 de noviembre resulta más que simbólica: constituye un inequívoco mensaje triunfalista de la reacción.
En las circunstancias de incertidumbre, desesperanza, pobreza, desigualdad, arbitrariedad, desintegración, inseguridad y retroceso generalizado en que las tres pasadas presidencias han sumido al país, la defensa del legado revolucionario es una tarea social ineludible y un deber cívico de primer orden, porque sin él la nación retrocedería a los tiempos de Porfirio Díaz, si no es que a los de Maximiliano.