Lluvia lenta de Manzanares
El cielo lloraba en el ruedo y la corrida se volvió deprimida. Hasta que apareció el último toro y José María Manzanares escribió su nombre en la plaza México. Deletreó el torear el diestro que confirmaba su alternativa española. En la noche torera, la afición se le entregó e hizo una tregua en el fin de semana revolucionario. La expresión emocionada de alegrías contenidas.
El agua se llevó el faenón del diestro alicantino que toreaba por dentro. En las venas hervía la herencia del padre. Más, no la copia: salero y sello propios de clásico estilo. Ha templado al toro de Los Encinos espléndidamente. Acento lánguido acariciador aprendido en casa junto con ese toque mexicano que tenía ritmo, mucho ritmo, para mayor sensación de templanza: señorial desmayo. La concepción de la estructura de la faena que se tornaban concepción y logro majestuosos. Lo que le permitió a un toro que parecía inválido transmitirle la emoción que lo desbordaba y sacarle el son y la clase de la ganadería, que hasta ese momento había pegado un petardo con toros bien presentados, pero parados, débiles, rodando por la arena vuelta barro.
El toreo de Manzanares está cimentado en los tres tiempos fundamentales del toreo: embarcar por delante, templar y mandar. Sobre todo templar la embestida lenta del toro mexicano y mandar, que le da solidez perdurable a su quehacer. En especial esos pases naturales cargando la suerte que calentaron los tendidos más fríos que un refrigerador. Limpieza y frescura que le dieron belleza a sus redondos y adornos finales.
La sensibilidad y espíritu torero de José María Manzanares quedaron permeados por un temple exquisito en faenas que rubricó de dos estoconazos. A la salida a hombros de los aficionados, a los gritos de "torero, torero", sentía la lluvia cálida de su bautizo.