Rosario Ibarra fue la encargada de colocar la banda tricolor a López Obrador
"¡Se ve, se siente, tenemos presidente!"
El intenso frío no fue obstáculo para que la gente acudiera a la toma de posesión
Ampliar la imagen Andrés Manuel López Obrador, acompañado de los 12 integrantes de su gabinete, al rendir protesta en el Zócalo capitalino Foto: Carlos Ramos Mamahua
Para llegar al Zócalo, a la ceremonia donde fue investido como "presidente legítimo" de México, Andrés Manuel López Obrador salió de su casa, en Copilco, a bordo de un automóvil particular, y en compañía de sus tres hijos, José Ramón, Andrés Manuel y Gonzalo Alfonso, se dirigió a la estación Pino Suárez del Metro, donde fue recibido por Alejandro Encinas y Marcelo Ebrard.
Escoltado por los jefes entrante y saliente del Gobierno del Distrito Federal, caminó a lo largo del pasaje subterráneo que mide un kilómetro de largo y subió a la plancha de la Plaza Mayor por la escalera de la estación Zócalo más cercana al templete, a fin de aparecer en el escenario y ser ovacionado por cientos de miles de gargantas que rompieron a gritar en cuanto lo vieron: "¡Es un honor estar con Obrador"
Y entonces, ante el silencio absoluto de cientos de miles de personas muertas de frío y al mismo tiempo vibrantes de calor, que llenaban el Zócalo de pared a pared, vestido de negro riguroso y en punto de las cinco de la tarde con ocho helados minutos, el ex candidato de la coalición Por el Bien de Todos, oficialmente "derrotado" en las elecciones del 2 de julio pero "reconocido" como triunfador por sus partidarios, se ciñó al pecho la banda verde, blanca y roja que le acababa de pasar por encima de la cabeza doña Rosario Ibarra de Piedra y, unos segundos después, con el brazo derecho apuntando al futuro, juró "cumplir y hacer cumplir la Constitución" como "presidente legítimo" de México.
"¡Sí-se-pu-do, sí-se-pu-do!", le respondió silabeando el gentío, mientras los cohetones trazaban rayas doradas en el aire y estallaban sin ruido en lo alto del cielo gris, antes que el eco de la explosión bajara a la plaza donde las banderas amarillas del PRD, rojas del PT y blancas de otras fuerzas formaban olas de trapos ondulantes al ritmo de la muchedumbre que ahora coreaba así: "¡Pre-si-den-te! ¡Pre-si-den-te!"
El águila republicana de la época juarista
De espaldas al Palacio Nacional, en el mismo sitio donde estuvo durante los 48 días del plantón que se prolongó del 30 de julio al 16 de septiembre, el templete lucía ayer más angosto pero adornado con un telón de fondo color vino contra el cual resplandecía, en tonos de plata, el águila republicana de la época de Benito Juárez, vista de frente y no de perfil, bajo cuyas garras estaban alineadas, de seis en seis, las 12 sillas de los miembros del gabinete "legítimo".
Dos banderas mexicanas, enhiestas en sus respectivos mástiles, se erguían a los flancos de la majestuosa águila de plata, creando todos estos elementos una escenografía de elegante y austera solemnidad para reflejar no sólo el carácter de la breve ceremonia de toma de protesta sino, fundamentalmente, del proyecto político que fue puesto en marcha ayer.
Cuando el reloj de la catedral metropolitana dio las cinco de la tarde, la soprano Regina Orozco leyó los nombres de las y los integrantes del gabinete, que fueron entrando al escenario para ocupar sus respectivas sillas. Entonces llegó López Obrador, con el pelo revuelto por el aire que atravesaba la ropa y los huesos de la multitud y, tras entonar el Himno Nacional junto con la plaza que lo cantaba a voz en cuello, se convirtió en el eje de una breve entrega de símbolos.
Elena Poniatowska y Jesusa Rodríguez colocaron en sus manos un pergamino extendido por la convención nacional democrática que lo "reconoce" como "presidente legítimo"; después un maestro y una estudiante de la UNAM le dieron la "insignia presidencial" y, de inmediato, la senadora doña Rosario Ibarra de Piedra le trajo la banda tricolor que el ventarrón trató de arrancarle del cuello por un instante.
Cada vez más despeinado por el aire, que confería a su cabeza el aspecto de una hoguera de lengua de fuego blanco, López Obrador recordó las distintas etapas de la lucha electoral de julio y la secuela de anomalías que lo llevó a proponer a la gente, como divisa para enfrentar los nuevos tiempos: "¡Al diablo con las instituciones corruptas!", tras lo cual leyó una programa de acción de 20 puntos, que arrancó fuertes aplausos, y más gritos y más cohetones, cuando se refirió a temas sensibles como la carestía, los energéticos y los derechos de los pueblos indios.
Después de oír su discurso, la plaza cantó de nuevo el Himno Nacional y cuando él se retiraba entre las aclamaciones de la gente, que no lo dejaba irse, subió al escenario el cantautor cubano Silvio Rodríguez, recién bajado del avión que lo trasladó a México desde La Habana, donde su médico de cabecera le había prohibido viajar porque padece de una conjuntivitis sumamente agresiva.
No obstante, vestido como el hombre de las nieves, con tres suéteres, doble chamarra, escafandra de lana y gorro, el músico poeta empuñó la guitarra tiritando, cantó dos piezas, recitó la letra de la tercera y escapó ante el desconcierto general de la multitud, que no sabía cuán enfermo estaba el pobre hombre.
Sentado al pie del escenario en compañía de Encinas, Ebrard y Leonel Cota, dirigente nacional del PRD, López Obrador regresó a la estación Zócalo del Metro y, ahora con la banda tricolor al pecho, desandó el camino hasta Pino Suárez saludando a la gente, que a su paso le gritaba: "¡Se ve, se siente, tenemos presidente!" Una consigna que siguió escuchándose en el primer cuadro de la ciudad de México, en calles, restaurantes y cantinas, hasta bien entrada la noche, cuando el termómetro se acercaba a la famosa temperatura ideal que decía el gallego del cuento, o sea, "ni frío ni calor": cero grados.