La Muestra
Tideland
Deleite visual y prodigioso
LUEGO DE EXPERIENCIAS fílmicas tan accidentadas, como el malogrado rodaje de El hombre que mató a Don Quijote (proyecto abandonado), y un resultado tan desigual como Los hermanos Grimm, filme saboteado por sus propios productores, quienes impusieron múltiples cambios en el reparto y en el guión, el realizador estadunidense Terry Gilliam ofrece finalmente Tideland (Viaje sin límites), una película muy personal, delirante y, sobre todo, políticamente incorrecta, que muy pronto desató la animadversión de buena parte de la crítica, particularmente la anglosajona, que antepuso sus prejuicios morales a las valoraciones estéticas.
A PARTIR DE la homónima novela gótica de Mitch Cullin, el también realizador de Brasil y 12 monos propone el viaje interior, cuento de hadas sórdido, de una niña huérfana de 11 años, Jeliza-Rose (Jodelle Ferland). El director resume la experiencia como "el encuentro de Psicosis y Alicia en el país de las maravillas". Y, en efecto, en las primeras escenas de la cinta la niña lee en voz alta pasajes del relato de Lewis Carroll a su padre Noah (Jeff Bridges, apenas reconocible), roquero venido a menos, a quien de paso le prepara, jeringa en mano, sus dosis cotidianas de heroína.
LA MADRE (JENNIFER TILLY), devoradora de chocolates, acaba de morir de sobredosis y, sin lamentar un instante dicha pérdida, padre e hija inician el viaje de Los Angeles a una granja abandonada, donde alguna vez vivió la abuela, embalsamada hoy en una casa en ruinas. Al poco tiempo el padre corre una suerte parecida, por sobredosis y con lenta putrefacción corporal, en tanto Jeliza-Rose, huérfana, libre y dichosa, se refugiará, en compañía de cuatro cabezas de muñecas parlantes, en el territorio ilimitado de sus fantasías.
ESTA SINOPSIS HA revelado muy poco de la trama, apenas los primeros 20 minutos de una cinta de dos horas. El resto es un viaje perturbador y caótico, digno de la mejor imaginación visual de Terry Gilliam, uno de los animadores de la célebre serie inglesa Monty Python.
La cinta es indudablemente excesiva. Por más de una hora el espectador es cautivo de los delirios verbales de la niña, quien lo mismo habla a conejos y ardillas que a cabezas de plástico, a una bruja tuerta que a un duende pirómano, sin por ello mostrar rastros de una sensibilidad infantil (entendida convencionalmente), sin llorar la pérdida de sus padres y, sobre todo, sin evidenciar educación moral alguna o discernimiento del bien y el mal, de lo correcto o lo definitivamente incorrecto. Jeliza-Rose es capaz de seducir a un adulto con retraso mental al que sospecha castrado, es también testigo desenfadado de la voracidad sexual, ávida de adolescentes, de la bruja Dell (Janet McTeer), quien adora conservar cadáveres embalsamados.
CABE PREGUNTARSE SI son los excesos visuales de Terry Gilliam, la duración excesiva de la cinta o la sordidez de los lugares abandonados, lo que irrita a algunos críticos y espectadores, o más bien lo intransigente de la propuesta, su completa amoralidad y el hecho de que la protagonista sea una niña precoz y procaz que gustosamente parece darle la espalda a las representaciones convencionales de la fantasía infantil, desde El mago de Oz hasta El laberinto del fauno.
Tideland es un deleite visual y el vehículo de un punto de vista infantil prodigioso; es también una película sin concesiones a la moral tradicional y al buen gusto. Un reto para cualquier espectador y para quienes, hasta hace poco, la juzgaron imposible de exhibir.