Editorial
Oaxaca: intolerancia y represión
Cuando el gobierno federal desplegó a la Policía Federal Preventiva (PFP) en la capital de Oaxaca, el pasado 29 de octubre, lo hizo con el argumento de restaurar el estado de derecho, la paz y la seguridad públicas en esa ciudad; señaló entonces que la misión de la fuerza pública sería de contención. Días antes, el secretario de Gobernación, Carlos Abascal Carranza, había jurado "por Dios" que el gobierno federal no intentaría resolver el conflicto oaxaqueño con medidas represivas.
En rigor, la falta de voluntad de la Presidencia de la República y del gobierno del estado para atender las demandas de los profesores inconformes fue el detonante de la crisis que padece actualmente la entidad. Por lo demás, debe considerarse que desde antes de la protesta laboral de los maestros de la sección 22 del sindicato nacional de mentores que devino en un movimiento social mucho más amplio en demanda de la salida de Ulises Ruiz del gobierno local, las propias autoridades estatales se habían constituido en el principal factor de ruptura del estado de derecho, y que lo seguían siendo al momento de la entrada de la PFP.
En contraste con un movimiento ciudadano pacífico, al que podrían achacarse a lo sumo infracciones administrativas, estamentos claramente vinculados a los cuerpos policiales locales habían perpetrado ya delitos graves como homicidios, lesiones y secuestros.
Desde un inicio las fuerzas federales evidenciaron con sus acciones una posición parcial y aun cómplice con las policías estatal y municipal. Lejos de perseguir a los homicidas de los integrantes de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), caídos en el conflicto, la PFP se dio a la tarea de confrontar y hostigar a los opositores. El ingreso de los federales a la ciudad se saldó con otro muerto en las filas de la disidencia, y en días posteriores el poder del Estado se aplicó en forma sistemática contra las barricadas de la organización popular, pero nunca para contener a los grupos armados afines al Ejecutivo estatal que siembran el terror en las calles de Oaxaca.
El fin de semana pasado la PFP pasó a una actitud abiertamente represiva, se empeñó en una violencia injustificable y empezó a cumplir las órdenes de aprehensión dictadas por el poder local contra sus opositores. La represión ha llegado ahora a grados de encono y ensañamiento con la determinación de trasladar a los presos de la APPO a Nayarit, lo que constituye una desmesura y una expresión de crueldad de Estado sin asidero posible en argumentos penales o de seguridad: la medida es una venganza contra familiares que se verán obligados a viajar distancias enormes para visitar a sus parientes cautivos. Lejos de apaciguar los ánimos, este atropello sembrará nuevos y justificados rencores en la convulsionada entidad.
Mientras se aplica esta clase de "mano firme" contra los opositores, el grupo en el poder ofrece a Ulises Ruiz asideros para su permanencia en el cargo y propicia la impunidad de los elementos armados que han asesinado a más de una decena de activistas sociales en el curso del conflicto. De hecho, en Oaxaca la policía federal, las locales y los matones actúan ya en forma coordinada.
Tal circunstancia, lejos de promover la restitución del estado de derecho, conlleva la formalización de su ruptura. En Oaxaca, la legalidad democrática ha sido remplazada por un autoritarismo represivo, ajeno a la legalidad y a la vigencia de las garantías individuales y los derechos humanos. La PFP declaró ayer que se había terminado el plazo de la tolerancia. En efecto, la intolerancia, la persecución política y la estrategia de doble rasero todo el peso de la ley a los acusados de destruir edificios oficiales, y encubrimiento e impunidad para quienes incendiaron las oficinas de una de las organizaciones que conforman la APPO son ya los únicos recursos de autoridades nacionales y estatales que sólo actúan en función de los intereses de la alianza gobernante PRI-PAN, la cual tiene como rostros visibles al aún presidente Vicente Fox, a su inminente sucesor Felipe Calderón y al repudiado gobernador Ulises Ruiz.
Este giro constituye un digno corolario a la proverbial incapacidad política exhibida por Fox durante los seis años de su mandato y justifica los temores de quienes atribuyen a Calderón actitudes autoritarias, intolerantes y represivas; es, además de un atropello inadmisible, una nueva y grave insensatez del poder público y una alarmante expresión de debilidad política y moral que deja a la autoridad sin más instrumentos de gobierno que los gases lacrimógenos, las órdenes de aprehensión y los golpes de tolete.