Eje Central
Diciembre verde-musgo
A penas llegaba el mes de diciembre, Teresa podía caernos de visita en cualquier momento. Su aparición era sorpresiva y tan desconcertante como la lluvia a destiempo. A lo largo de todo el mes, cuando sonaba el timbre, íbamos hacia la puerta preguntándonos si sería ella.
Alta, ancha de huesos, con el cabello ralo furiosamente pintado de negro, parecía un viejo empeñado en hacerse pasar por mujer. Su cara larga estaba sombreada por las cejas hirsutas y el bozo; su figura escuálida era un desorden de leves curvas descendentes.
Teresa siempre llegaba envuelta en el mismo abrigo verde-musgo con cuello de falso astracán. De aquella prenda lo único que había resistido el paso del tiempo era la etiqueta blanca con letras doradas. Teresa buscaba cualquier pretexto para dejarla a la vista: era la prueba de que la había adquirido en un buen almacén y su mejor argumento para no deshacerse de él: "Compré mi abrigo en Liverpool. ¿Cómo voy a tirarlo?" Mencionaba el nombre de la tienda con el orgullo de quien alguna vez se ha mezclado con lo mejor de la sociedad.
Hay algo que uno no debe pasar por alto: los brazos larguísimos de Teresa. Semejaban la percha de un quincallero no sólo por sus dimensiones, sino por lo mucho que soportaban: dos maletas y varias bolsas. Hechas de los más diversos materiales desde fieltro hasta charol, pasando por falsa piel, eran capas geológicas donde se podían leer los capítulos de una vida larga, solitaria y rodeada de misterios.
II
Teresa justificaba sus apariciones decembrinas con el hecho de ser la única soltera de la familia, a pesar de haberse visto rodeada según sus palabras por infinidad de pretendientes a los que renunció por cuidar a sus abuelos, padres y hermanos. Perdida toda esperanza de contraer matrimonio, era justo que quienes indirectamente habían dispuesto de sus años juveniles ahora le correspondieran albergándola en diciembre, único mes en que se sentía capaz de renunciar a su soledad.
Nunca conocimos los motivos de Teresa para no alojarse en las casas de otros parientes; lo único que sabíamos era que en algún momento de diciembre se nos iba a aparecer con su abrigo verde-musgo, sus maletas y sus bolsas. Eran tantas que la pobre quedaba atorada en la puerta hasta que conseguía el ángulo ideal para deslizarse al interior de la casa.
Teresa era hija de mi abuela paterna. Nunca permitió que la llamáramos tía. A todos sus sobrinos nos impuso que nos dirigiéramos a ella sólo por su nombre, pero nunca en diminutivo. Según ella "el ito" y la "ita" siempre ocultan falsedad, a su juicio el peor de los pecados.
III
Aparte de sus maletas y sus bolsas, Teresa llegaba a nuestra vida cargada de misterio. Nunca quiso decirnos dónde vivía, ni siquiera a mi madre: "¿Para qué te lo digo si sé que nunca irás a visitarme?" Pronunciaba la frase sin dejo de reproche y como una simple fatalidad. Cuando queríamos saber en qué trabajaba, era aún más reservada: "¿Qué les interesa? Lo importante es que puedo mantenerme sin tener que andar pidiéndole caridad a nadie".
En una ocasión mi padre, basado en su derecho de hermano, la presionó: "Dame por lo menos un número de teléfono al que pueda llamarte. ¿Qué tal que un día te enfermas y, Dios no lo quiera...?" Teresa no le dio tiempo de concluir la frase: "¿Y caiga muerta? Si tiene que ser así, así será". Mi padre no se dio por vencido: "Pero debo saberlo". "Y lo sabrás: si dejo de visitarlos querrá decir que me llegó la hora".
Tal vez porque entonces era muy niña, ese hecho me parecía remoto, imposible. Pero ocurrió: un mes de diciembre nos quedamos esperando inútilmente la llegada de Teresa. Extrañamos su abrigo verde-musgo y su colección de bolsas repletas de pequeños regalos. Nos los obsequiaba poco a poco y siempre como por casualidad: "Mira lo que traigo aquí: una muñequita de cera". Lo mismo podía ser un broche para mi madre, un fistol para mi padre, un reloj de arena, un caleidoscopio, un instrumento musical en miniatura, un fósil.
Ahora comprendo que en el reparto de regalos Teresa aplicaba la malicia de un estratega. Inteligente y muy sensible, podía adivinar en el silencio nuestros gestos de rechazo hacia ella, de cansancio por su presencia. Entonces, como un mago, sacaba a la luz objetos que jamás habríamos imaginado poseer.
IV
Durante el tiempo que Teresa permaneció con nosotros, a pesar de la resistencia de mis padres, ella aportaba dinero para sus gastos: no quería que la dicha de encontrarse en familia se pervirtiese haciéndola sentirse una carga para nosotros.
En su presupuesto había una partida especial para "los gustitos". Así llamaba a los antojos de una golosina, una fruta, un pan, un guiso. Por lo general me correspondía acompañarla a mercados y tiendas. Lamento no haber valorado en aquel tiempo el ceremonial en el que Teresa conjugaba sus sentidos para adquirir un condimento, una verdura, un dulce.
En un montón de frutas sus ojos sabían detectar la más tierna y jugosa. Para mayor certidumbre de que su elección era correcta, palpaba la pieza como si quisiera traspasar su piel y descender hasta su centro; después la olía e, indiferente a la impaciencia de la vendedora, clavaba su uña para mirar a través de la media luna el tono de la pulpa.
Con las cebollas Teresa tenía una relación muy especial. Le bastaba una breve observación para saber cuánto la harían llorar en el momento de picarlas. Era increíble que el condimento sobre el que derramaba tantas lágrimas contribuyera con tanta delicadeza a acentuar el sabor de platillos deliciosos.
Muchas veces he intentado reproducir alguno de aquellos guisos. Casi llego al punto del sabor, pero siempre falta algo: la mano de Teresa, o tal vez la porción de lágrimas que ella derramaba sobre los trocitos de cebolla que lucían como fragmentos de ónix.
En la panadería Teresa semejaba un pájaro volando de un lado a otro seducida por los olores, el aspecto y los nombres de los panes: "chamacos", "alamares", "soldados", "novias", "besos", "volcanes", "regañadas", "perlas". Una superstición infantil le impedía comprar "chamucos", porque el término le recordaba al diablo.
Con la ausencia de Teresa perdimos también la maravilla de su voz. Ella cantaba siempre, pero en tono muy bajo y por los rincones, como si se avergonzara de poseer aquel don que borraba su fealdad o no quisiera concederle un remanso a la aspereza de su vida. Cuando la sorprendíamos cantando, guardaba silencio como si la hubiéramos hallado en medio de una confesión.
V
Hace mucho que Teresa dejó de visitarnos, pero el último mes del año su recuerdo se me vuelve más nítido. Mis padres ya están muertos. Vivo en una casa muy distante a la que habité de niña; sin embargo, en diciembre, cada vez que alguien llama a mi puerta me hago ilusiones de que pueda ser Teresa y que en unos segundos la veré con su abrigo verde-musgo, sus dos maletas y sus bolsas repletas de regalos.
Conservo la muñeca de cerca y algo de la sabiduría de Teresa. Cuando asisto a algún mercado me gusta detenerme ante los puestos de verduras, elijo una cebolla y mientras la palpo me impongo una incógnita: ¿cuántas lágrimas derramaré a causa de ella? Tal vez algún día llegue a descubrir el misterio. Lo que nunca sabré es quién fue Teresa.