Usted está aquí: domingo 3 de diciembre de 2006 Opinión La oreja descarriada

Bárbara Jacobs

La oreja descarriada

La tarde apacible en la que ayudé a Adela de Lunas a guardar en cajas, bolsas y baúles la ropa y los juguetes de Pablito, el hijo único que había fallecido años atrás, me contó intimidades de la familia inesperadas, aunque substanciosas y más que bienvenidas por mí, como el lector podrá imaginar. ¿De dónde obtiene su material un escritor sino de estas indiscreciones de las que el alma se desprende para aligerarse un poco?

"Situaba uno de los cojines contra el librero al lado de la chimenea, usaba otro para hacer de techo del escondite y el último para hacer de puerta, los dos muros restantes los formaban la pared y el costado del sofá", fue desovillando Adela las asociaciones de ideas que su memoria le iba suscitando. "Tenía que ser niño para caber y tonto para creer que cuando la dueña de la farmacia de la esquina llegara a inyectarlo su mamá, es decir yo misma, no iba a sospechar en dónde estaba escondido. Lo cierto es que nuestro hijo recurría a esta estrategia con frecuencia pues, como le digo, nació enfermo y no pasó un día de vida sin que tuviera que ser inyectado, intravenosamente", abundó; para reflexionar, "Es difícil sobreponerse a la muerte de un hijo que nace muerto; pero perderlo cuando él ya sabe que está ahí, cómo se llama y qué edad tiene, es imposible."

Mientras envolvía las cosas de su hijo con papel de china y dejaba caer bolitas de naftalina entre los paquetes que iba guardando encimados pero en perfecto orden, Adela tarareaba canciones de cuna y soltaba risitas desganadas como quien recuerda una vez más un episodio que fue gracioso cuando tuvo lugar, pero que el paso del tiempo, o la desaparición de sus protagonistas, ha convertido en una memoria triste. "Llegamos a alquilar una cama de hospital para que Pablito jugara con sus palancas y botones y se hiciera la ilusión de que en una posición determinada él conseguiría estar más cómodo", me refirió; "pero llegó el momento en que ni siquiera eso lo entretenía, su inquietud me desesperaba."

La viuda de mi profesor, además, había resentido que a él, su marido, no se le hubiera ocurrido ningún subterfugio por lo menos para el problema de cómo entretener al niño enfermo. "Bueno; por supuesto que se le ocurría una solución, infalible según él. Me sugería que me sentara al lado de nuestro hijo y le leyera cuentos y novelas", ironizaba Adela, "cuando no sólo le leía una y otra vez cuanto libro a mi alrededor me pareciera que podía interesarle, sino que llegué a inventarle otros tantos, a hacer de actriz y actuárselos, a cantarle incluso en idiomas inexistentes. Le bailé y soñé despierta a los pies de su cama. Me disfracé de todo menos de payaso. Si el asunto iba bien, Pablito no tardaba en quedarse dormido; si iba mal, era preso de sus ataques y, precisamente, de lo que se trataba era de evitarlos. No hacía falta que los médicos nos recomendaran no hacerlo reír; bastaba con ver lo que le sucedía cuando reía, con o sin causa aparente, para que nos contuviéramos de provocarle risa, para que adivináramos una y mil causas posibles que le provocaran risa y, al anticiparlas, las evitáramos. 'Siéntate y léele un cuento, Adela', me indicaba Pablo; ¡qué inconsciente, qué insensible podía ser!", se quejaba la viuda de mi maestro, reacoplándose en la silla de ruedas.

De la cuestión no me extrañaba que Adela de Lunas se hubiera demorado tantos años en deshacerse de cuanta cosa material hubiera tenido que le recordara a su hijo muerto; lo que me desconcertaba era lo que se desprendía del relato que me hizo aquella contrastante tarde en calma. Según esto, al niño le hacía daño reírse. ¿Era posible? Reflexioné mucho antes de animarme a hacerle la pregunta clave. Debía seguir una fórmula eficaz para no resultar agresiva y bloquear la respuesta verdadera. Debía valerme del tacto, de la delicadeza, pero asimismo de la sagacidad para, al tiempo que me informaba de la verdad, no perturbar el trato de confianza con que la viuda de mi profesor de literatura me honraba.

"Adela", empecé, como desinteresada y más bien atenta a empaquetar un camioncito del niño muerto; "¿así que Pablito murió de risa?", formulé; "¿la risa de veras mata?"

Pero Adela, sumida en sus pérdidas o alerta ante mi trasgresión de los límites de la familiaridad, no se molestó en contestarme. Continuamos guardando las pertenencias de Pablito hasta que los recuerdos del hijo muerto se convirtieron en monstruos con las fauces abiertas.

 
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