¿Hacia un estado de excepción?
México vive un larvado proceso de fascistización. Si no se lo frena ahora, su consecuencia lógica puede ser la consolidación de un Estado terrorista. Conviene tomar en cuenta que el terrorismo de Estado es algo más que la violenta implantación de un régimen dictatorial: es una política cuidadosamente planificada y ejecutada que responde a un proyecto de dominación de clase tendiente a configurar un nuevo modelo de Estado que actúa pública y al mismo tiempo clandestinamente a través de sus estructuras institucionales.
Jalisco, en 2004, con Francisco Ramírez Acuña, y los estados de México y Oaxaca, en 2006, bajo las gubernaturas de Enrique Peña Nieto y Ulises Ruiz, respectivamente, son sendos laboratorios para la imposición de un nuevo modelo de dominación a nivel nacional. En dichos casos, el Estado abandonó abierta o encubiertamente el imperio del derecho y adoptó formas de excepción, dando vigencia a la máxima latina "lo que place al príncipe tiene fuerza de ley". En esos casos, los gobernadores de Jalisco, estado de México y Oaxaca contaron con el aval del ex titular del Poder Ejecutivo, Vicente Fox, y con la actuación violenta de fuerzas coercitivas, locales y federales.
El uso de la fuerza guarda relación con la pérdida de hegemonía del bloque de poder, a través de sus representantes políticos y portadores ideológicos, lo que obligó a la adopción de formas excepcionales para la solución de las crisis. La fractura en el bloque de poder la ausencia de consenso político por parte de los intereses del capital monopólico y las constantes disputas entre las fracciones de clase dentro del bloque dominante y la ineficacia de los instrumentos coercitivos que garantizaban un consentimiento condicionado de las clases subordinadas verbigracia, la incapacidad de los partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional para encauzar la lucha de clases dentro de los canales legitimados por el sistema llevaron a la sustitución de los mecanismos de dominación. Cuanto más graves y catastróficas sean estas crisis, más excepcionalidad adquirirá la forma del Estado; más apelará el bloque en el poder a los estamentos militares y paramilitares Policía Federal Preventiva (PFP), sicarios, escuadrones de la muerte, como ocurre hoy en Oaxaca para resolver de manera coercitiva lo que no le es posible ya lograr por el consentimiento.
Guiados por una fría racionalidad tecnocrática institucionalizada, en la coyuntura de 2006, el fraude electoral, la represión violenta de tipo contrainsurgente en la Siderúrgica Lázaro Cárdenas-Las Truchas (Michoacán), San Salvador Atenco (estado de México) y Oaxaca, y un virtual estado de sitio en torno al Palacio Legislativo de San Lázaro (en vísperas y durante el sexto informe de gobierno foxista y el cambio de mando Fox-Calderón) han sido las formas de control directo del Estado y el acomodamiento del mismo a las necesidades de los intereses estratégicos afectados.
De manera gradual desde la insurrección campesino-indígena del EZLN en Chiapas (1994), México ha vivido un lento proceso de militarización de todo el aparato del Estado y adoptado cada vez más formas propias de un Estado de excepción. El Estado-mediación ha ido cediendo espacio al Estado-fuerza, lo que, de suyo, implica la elaboración de un nuevo derecho de base esencialmente discrecional en cuanto a las facultades de los poderes públicos, sin sujeción a criterios de razonabilidad y autolimitación.
La "legitimación" del uso de la represión violenta desproporcionada y la práctica de la tortura contra altermundistas en Jalisco (2004), por el secretario de Gobernación del nuevo régimen, Ramírez Acuña, y la reproducción aumentada del modelo en Michoacán, Atenco y Oaxaca (2006) configuran un nuevo Estado contrainsurgente en ciernes. Una nueva "filosofía" y un nuevo tipo de dominación que, con el aval de Felipe Calderón desde antes de asumir el cargo como presidente impuesto, y con el concurso de la Marina de Guerra, la PFP, el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) y la actuación de grupos paramilitares, exhibe de manera descarnada, en Oaxaca, la nueva faz de un Estado clandestino que utiliza el crimen y el terror como método. Asimismo, como laboratorio del horror, Oaxaca exhibe la impunidad fáctica y jurídica de "las fuerzas del orden", amparadas por un Poder Judicial cómplice y temeroso. Una impunidad total para matar, secuestrar-desaparecer o detener disidentes políticos, considerados "vándalos", "subversivos" o "terroristas" desde las estructuras del poder dominante, local y federal.
Ante la incapacidad de las viejas formas de dominación para defender el orden capitalista dependiente y contrarrestar la contestación social en ascenso, la clase en el poder incorpora una actividad paralela del Estado mediante una doble cara de actuación de sus aparatos coercitivos: una pública y sometida a las leyes, y otra clandestina, que aplica el "terror benigno" al margen de toda legalidad formal.
La conformación de un "gabinete de choque" por el espurio Calderón, con la llegada del ex subdirector gerente del Fondo Monetario Internacional, Agustín Carstens, a la Secretaría de Hacienda, y el "padrino" Francisco Ramírez Acuña a Gobernación prontuariado por los delitos de tortura, detenciones arbitrarias e incomunicación de prisioneros por organizaciones humanitarias, dotado de amplias facultades para coordinar acciones de seguridad nacional, anticipan un gobierno de "mano dura" afín a los intereses cupulares del Consejo Coordinador Empresarial y sus aliados del exterior. La designación de dos hombres extraídos de los sótanos de la seguridad del Estado, Eduardo Medina Mora y Genaro García Luna, ambos expertos en terrorismo, en la Procuraduría General de la República y la Secretaría de Seguridad Pública, respectivamente, completa el mensaje. Con Calderón, presidente débil, podríamos asistir a un proceso de bordaberrización del Estado; de un Estado de excepción.