Una caja de cerillas
Caminar, caminar, caminar, los pasos quedan amortiguados por otros pasos y por el asfalto que, machacado por el diario caminar, no permite ni un sonido más.
En silencio y sin mirarnos nos apiñamos a las puertas del vagón que aún no se detiene, una barrera invisible nos impide precipitarnos aunque los de atrás empujen con desesperación, porque también quieren un lugar. Con estoicismo aguanto los embates de la gente que se convierte en unidad que empuja un poco más cada vez mientras el tren se acerca, e intento permanecer en la misma posición para evitar que me aparten de la puerta, del lugar del que estoy tan cerca y para no perder la página del libro.
Por fin ya estamos adentro y gracias a la habilidad de una señora para "apartar" un lugar aventando sus bolsas no alcancé a sentarme, pero estoy bastante cómoda de pie junto a la cabina del conductor, ahora vacía. Un suave rumor mecánico, como el de un gato grande, precede el cierre de puertas y con un tironcito nos ponemos en marcha y nos alejamos de la primera estación: Xochimilco.
Entonces abro el libro y vuelvo a leer ahí donde mi dedo separa las hojas. También en la historia hay un gato que huye ante la insistencia de una pata que lo molesta. A través de esas páginas, un hombre se levanta temprano, enciende fuego en su chimenea y se sienta a mirarlo bebiendo el primer café de la mañana, y así cuenta de sus días y tiempos pasados; habla sin enojo o frustración, de su trabajo, sus hijos, su esposa y sus padres. Habla de cosas que de pronto no recordaba haber vivido y de las cosas simples de que está hecha la vida. La memoria es como un mueble con muchos cajones donde se queda lo que vivimos, hasta que reaparece, como una fotografía.
Abrimos un libro buscando situaciones irreconocibles, historias increíbles enclavadas a la fuerza en nuestra realidad. ¿Por qué? Quizá pensamos que de tanto repetirse, el diario acontecer no tiene oportunidad de trascender; es su sencillez que nos obliga a querer olvidarlo, no queremos recordar que nos está cercano y podemos tocarlo, alcanzarlo, eso nos asusta.
Por la ventana se ve el horizonte, de donde salimos hace unos momentos. Nos detenemos de nuevo, las puertas se deslizan para el intercambio de pasajeros: unos entran, otros salen y todos nos reacomodamos en el interior del tren que sobre las vías se aleja del sol que se alza más allá de los volcanes que custodian nuestra vida. El pequeño libro se ha vuelto tibio en mis manos.
A bordo de ese tren viaja gente que ya no se diferencia entre sí y que traspasa con la mirada; somos refugiados del sueño en una ciudad que se niega a dormir, una especie nueva con el tiempo suficiente para, dentro de esos vagones, sufrir la metamorfosis, cápsula atemporal de donde bajamos transformados, dispuestos a vivir un día más matando el tiempo detrás de un escritorio o lejos del corazón.
La alarma indica que tenemos unos pocos segundos para desprendernos de nosotros y ser los otros, las puertas se deslizan para dejarme avanzar en la estación Huipulco. He viajado de manera distinta porque un hombre que podría ser mi vecino en este viaje, me permitió ver el ritual que ha constituido para él encender el fuego de la chimenea todos los días. Cierro los ojos y el libro, para recordar con exactitud las emociones que encendió en mí abrir "Una caja de cerillas". El frío invernal puede paliarse con el fuego de una chimenea, aunque sólo esté entre las páginas de un libro: la cotidianidad tiene magia en cada una de sus letras.