Incipiente participación de esposas de migrantes en organizaciones sociales
Ñañús: aprendiendo a vivir solas
Valle del Mezquital, Hgo., 14 de diciembre. Ser ñañú (otomí) es un orgullo para Cenobia Pérez Bugui y eso le abre más rápidamente las puertas con sus paisanas, a quienes anima a organizarse para que los quehaceres del campo y atender a los hijos sea menos azaroso.
Desde hace nueve años ella sabe lo que es quedarse sola y tratar de crear con las remesas un pequeño patrimonio para su hijo.
''En 1995 mi esposo se fue por primera vez a Estados Unidos. Entonces vivía en la casa de mi suegra, en San Pedro Capula. Caminaba dos kilómetros para llegar adonde pasaba el transporte. Después me cambié a la casa de mis padres. Mi marido me enviaba cada 15 días dinero para mis gastos. Empecé a juntar algunos pesos para construir mi casa, pero sentía que mi vida se acababa porque estaba sin él y siempre pensaba: y si no regresa, ¿qué voy a hacer?
''Desde entonces se iba por temporadas largas y regresaba; pero la cuarta fue muy dura para mí porque durante un año no supe nada de él''. Entonces, cuenta, consiguió trabajo en una tienda en Ixmiquilpan donde le pagaban 300 pesos semanales y a veces una pequeña comisión si vendía bien, más los pocos ingresos (mil a mil 500 pesos dos veces al año) por la venta de alfalfa, y ello le permitió seguir adelante.
Algunas personas de la comunidad le decían que su marido estaba en Atlanta y que allá vivía con otra mujer, que ya tenía un hijo. ''Mi familia sufrió una fractura cuando mi marido se fue a Estados Unidos. Cuando regresó empezamos a tener muchos problemas como pareja. Me golpeaba. Ahora sé que lo que me contaban era cierto.''
Poco antes de que su esposo regresara, hace tres años, Cenobia empezó a participar en la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas (UNTA) y en el comité de salud de la comunidad. Eso, recuerda, le dio más seguridad y le ayudó a sentirse más fuerte, ''pero mi marido me golpeaba porque salía, aunque yo dejaba limpia la casa, le hacía su desayuno y cena, y cumplía con todos mis deberes de esposa; una vez me dejó prácticamente desnuda fuera de la casa. Ahora ya no me maltrata, pero me dice que quiere regresarse a Estados Unidos y cada vez que escucho ese nombre (del país) me da mucho coraje.''
Cenobia, de 32 años, dice que no va a detenerse. Seguirá ayudando en la organización de las mujeres de la región. Sus padres fueron campesinos que durante el gobierno de Lázaro Cárdenas intentaron permanecer en sus lugares de origen con una agricultura de autoconsumo.
Después la región vivió el auge de la producción de hortalizas regadas con aguas residuales de la ciudad de México, pero hoy su esposo y los hombres de su pueblo buscan irse a Atlanta, a Florida y a Carolina del Norte, principalmente, donde se concentran la mayoría de quienes provienen de esta región semidesértica.
Para llegar a El Taxtho, la comunidad de Cenobia, habitada por mujeres e hijos que no pasan de 16 años, hay que recorrer a pie cinco kilómetros de un camino serpenteante de terracería. Y aunque las casas de ladrillo de uno o dos pisos dan la impresión de que este poblado es ''reciente'', existe desde hace cuatro generaciones. El sitio es agreste: piedras y huizaches su entorno; el zumbido del viento su música.
Aquí el tejido de las historias es casi idéntico: esposos e hijos (hombres y mujeres) de 15 años en adelante se fueron a Estados Unidos, y los pocos jóvenes que quedan emigrarán el próximo año. Ya lo están planeando y reúnen dinero para pagarle al coyote.
''Estamos solas, sin tierras laborables, sin animales ni siquiera de granja. ¿Qué les damos de comer y beber, si apenas alcanza para nosotras?'', es la respuesta casi idéntica de 14 mujeres que se organizaron y solicitaron apoyo a la Secretaría de la Reforma Agraria para instalar un taller de maquila. ''Aquí se lucha todos los días. Hacemos algunas cositas, pequeñas costuras, y a veces tallamos la lechuguilla, aunque esto último destroza las manos'', comenta María de Lourdes Luis Zenón.
''En febrero se fue otra vez mi Toribio. Aquí ya no encontró trabajo y mi hijo de 15 años también está preparando su viaje'', dice esta mujer que a las cinco de la mañana inicia sus actividades y cada 15 días camina dos horas y media para llegar a Orizabita, en cuyo mercado adquiere, con apenas 800 pesos, verduras, maíz, frijol, sopa, aceite, jabón y, si alcanza, medio kilo de carne para su familia de tres hijos. En su presupuesto tiene que calcular de 70 a 80 pesos de transporte.
''Desde hace 10 años mi esposo se va durante ocho a nueve meses a Carolina del Norte y regresa. Cada vez que se va me siento morir; me hace falta su apoyo, su cariño. Y cuando regresa descanso porque dejo de preocuparme por el dinero y por las faenas que tenemos que realizar'', cuenta.
Aquí las mujeres han tenido que sacar picos y palas para hacer las faenas que tendrían que realizar sus esposos. Con orgullo afirman que saben cómo hacer una mezcla de cemento o que cavaron zanjas para el drenaje.
Paola Calleja, madre de cinco niños, el más pequeño de un año y el mayor de ocho, sueña con ir a Estados Unidos para reunirse con su esposo. Tiene cuatro borregos que, considera, podrían sacarla de un apuro si alguno de sus hijos se enfermara. ''Me estoy poniendo vieja temprano'', dice a sus 27 años.