El Islam contra sí mismo
Los historiadores del futuro tendrán que preguntarse por qué a principios del siglo XXI las religiones occidentales (el cristianismo, en sus diversas variantes, y el judaísmo) se han replegado y pierden adeptos aceleradamente, mientras que las devociones del Corán pasan por una visible reanimación. No sólo se han extendido hacia el Lejano Oriente, la porción asiática de la antigua Unión Soviética y Africa, sino que por primera vez en la historia, digamos, universal se encuentran firmemente arraigadas en las grandes capitales de Occidente. El ciclo del Islam, por llamarlo con una metáfora meteorológica, no es nuevo. En el siglo VIII, los califatos árabes emprendieron la conquista del Mediterráneo, y llegaron a dominar territorios considerables del sur de Europa. Afirmar que en el medioevo el mundo mediterráneo fue una amalgama entre la cultura árabe y la latina debería ser un lugar común. Pero la fobia que Occidente profesa contra los seguidores de Mahoma desde entonces ha convertido a esta historia en un nudo de negaciones y lamentos. El propósito esencial que persiguieron las cruzadas todavía sigue a debate entre los historiadores; pero no hay duda que uno de sus móviles fue diezmar o coartar esta expansión. En rigor, su éxito fue sólo parcial. Durante siglos, los "moros" ocuparon la península Ibérica y la parte oriental del Mediterráneo. La expansión del imperio otomano a partir del siglo XIV trajo consigo un nuevo intento de islamizar Europa. Fracasó en 1528, cuando turcos y europeos se enfrentaron frente a las puertas de Viena. Los ejércitos otomanos se replegaron a la región de los Balcanes. Ahí permanecieron varios siglos. Las huellas de este dominio son visibles hasta la fecha en Bulgaria, Rumania, la antigua Yugoslavia y el norte de Grecia.
La diseminación actual del Islam en los países centrales tiene otros motivos. Hombres y mujeres pobres que han emigrado desde Africa y Asia en busca de trabajo han ido poblando gradualmente las principales ciudades de España, Francia, Inglaterra, Alemania e inclusive Australia. Lo nuevo es que no sólo no renuncian a su fe sino que exigen espacios propios para profesarla. O como en Estados Unidos, donde sectores considerables de la población negra se han vuelto devotos del Corán.
Hay quien ha comparado el estado actual del Islam con el que guardaba el cristianismo en el siglo XVI. La comparación no es muy afortunada, aunque no del todo absurda. Uno piensa inevitablemente en las guerras políticas y religiosas que cifraron a los conflictos entre protestantes y católicos durante casi 200 años. En rigor, el Islam se encuentra en guerra consigo mismo. En las pasadas dos décadas, los conflictos entre chiítas, sunitas, magrebíes y otras facciones han causado guerras civiles en Argelia, Somalia, Sudán, Jordania, Irak, Afganistán, Chad, Timor, Indonesia y, en cierta manera, Filipinas. O bien guerras contra otros credos, como en Líbano, Armenia y Chechenia. Y hay una que está a punto de estallar en Palestina.
Hamas, la organización que representa una de las variantes del fundamentalismo islámico en Gaza y Cisjordania, ha declarado la guerra contra la joven democracia palestina, a través de la cual llegó al poder. Incapaz de mantener el apoyo internacional que permitía mantener la solvencia económica de la autonomía palestina, ha colocado a su sociedad al borde del colapso. Al Fatah, la organización secular y nacionalista fundada por Arafat, se opuso desde el principio a la política de aislacionismo promovida por Hamas. La respuesta de los nuevos teócratas palestinos fue emprender una masacre contra los dirigentes de las organizaciones seculares. Hay que insistir una y otra vez: el fundamentalismo islámico es una variante del fascismo, a la que un chiflado de la izquierda latinoamericana llegó a definir recientemente como un "eje de resistencia al imperialismo". Nada más "imperialista" que la política religiosa de los chiítas iraníes en el seno mismo del Islam. Los viejos seguidores de Arafat no han tenido otro remedio más que recurrir a las armas para protegerse.
La breve e incendiaria historia de la democracia palestina muestra que el fundamentalismo islámico está dispuesto a erradicar todas y cada una de las libertades y derechos ciudadanos con tal de asegurar el camino al orden teocrático. Un orden fundado en la intolerancia civil y religiosa no sólo contra judíos y cristianos, sino contra todos aquellos musulmanes que no profesen el credo de quienes ocupan el poder.