Isocronias
Dos Juanes
FUE EL POETA Alberto Blanco quien me dijo que Yáñez venía de Juan, "como Juánez, como Ibáñez", lo que me alegró sobre todo porque entre mis grandes admirados (y muy dado a admirar no soy) está Juan de la Cruz, a quien de tener suficientes merecimientos debiera proclamar como maestro, lo que no puedo. De otro Juan, Rulfo, cuyo aniversario luctuoso vigésimo primero se avecina, no poco he aprendido, aunque distante esté de evidenciarlo. ¿Y qué decir, la pregunta es pertinente, de Juan de la Cabada, autor no frecuentado como se debe y a quien algo azarosamente acompañé tres días en la realización de diversos asuntos, y al que (sentimiento, sospecho, que generalmente producía) percibí a la vez cercano y lejanísimo, mítico abuelo? Dejemos al santo en el cielo y contemos algo de la terrenalidad del jalisciense y el campechano.
VI A RULFO dos veces, acaso tres, pero no estoy seguro (la dudosa sería en El Agora, alguien me lo habría señalado y yo procurado ni con la mirada incomodar); y hablé por teléfono otra, en relación con la publicación de El gallo de oro. La primera fue en un café tapatío, donde lo rodeaban, entre otros entonces jóvenes, los poetas Raúl Bañuelos, Ricardo Castillo y el recientemente fallecido Enrique Macías. Tras sentarme me pregunté quién sería. No salí de mi asombro al reconocerlo y de la emoción ni una palabra hablé. Luego dio una conferencia en Ciudad Universitaria. De ella principalmente recuerdo que se definió, solicitando no esperásemos grandes complejidades de su exposición, como "un hombre elemental".
AL TELEFONO LE hice la obligada pregunta sobre si estaba escribiendo y qué. Una novela, contestó, Días de floresta. Nada más, que yo sepa, se ha sabido de esa narración. Pasado mucho tiempo me encontré en Hermosillo a Federico Campbell, quien me indicó que Rulfo había estado internado en un hospital de Tlalpan llamado La Floresta. Si el título de la novela me había parecido poco rulfiano la (¿probable, segura?) broma no.
EL 26 DE septiembre se cumplirán también 21 años sin De la Cabada. En octubre del 79, la Universidad Autónoma de Sinaloa le otorgaría, como a Monsiváis, Pacheco y Poniatowska, el doctorado honoris causa. Debido a ello le solicité una entrevista, que sabiamente postergó hasta el último momento. Mientras íbamos y veníamos y yo lo oía muy grata y orgullosamente platicar. Qué importaban las horas. Pero se me fijó un límite. Además, la madrugada de ese límite yo viajaría a Guadalajara. No te preocupes. Vete a tu reunión (una fiesta infantil) y vuelve a la 1 (a.m.). Ya te la tengo hecha para entonces.
FUI. ME LA debe haber dado, yo muerto de la pena, Esther, su compañera. La deslicé bajo la puerta de las oficinas de la sección correspondiente en el periódico y (aparte una leve carrilla por el estilo algo demodé, según eso, de la entrada) no he vuelto a saber nada de ella.