Días de intolerancia
La sociedad actual, muy a pesar de los discursos sobre la libertad y los derechos humanos, sigue atada a la lógica del dominio global imperial, al influjo arcaico de los nacionalismos y a la influencia de las religiones como filosofías de vida contrarias al laicismo, a la disputa entre "creacionistas" y "evolucionistas" que en pleno siglo XXI ocupa la mente de los educadores y alumnos estadunidenses, como ocurre también en el mundo islámico, donde las enseñanzas religiosas se confunden con el fundamentalismo que perpetúa la identidad pero impide la comprensión del otro. En este medievalismo de tribus insurrectas y pastores mesiánicos, el llamado "fin de la historia" lejos de unificar a la sociedad, realza primitivos impulsos, reactiva odios seculares, mientras el mundo se escinde en las nuevas castas miserables, cuyo deambular por la tierra apenas a comenzado. Los miserables del sur, los nuevos bárbaros huyen de sus nichos buscando la sobrevivencia. La opulencia de unos hunde a los demás en el infierno del trabajo infantil, las pandemias, los conflictos sangrientos, el hambre o la caricatura de la modernidad extraída bajo el suelo de los Estados emergentes, felices con sus gobiernos cipayos bombeadores de oro negro. Todos desean escapar. Y para ello saltan muros, cavan túneles, se echan al mar a la buena de Dios, en fin, son los que logran huir, no para propiciar el "choque de civilizaciones", sino para no dejarse morir las consecuencias de la civilización, tal y como ésta recreó a la sociedad humana para mayor gloria de las potencias que en el tiempo han sido, dejando un saldo de frustración y rencores.
Véase el caso de Estados Unidos que se atribuye a sí mismo la misión de proteger la seguridad del mundo, lo cual significa, en una primera transposición, la suya propia, esto es la presencia de sus intereses en el mercado planetario. Pero es, a su modo, a esta tarea le atribuyen una misión espiritual, en el sentido que también pretende exportar sus valores, un modelo de organización política de aplicación universal e intemporal de la democracia, según la entienden. Dada la interdependencia del mundo moderno, los Estados Unidos son el último representante del gran nacionalismo, el único Estado dispuesto a no ceder un ápice de soberanía para sostener el interés general de la humanidad. Y eso no es un dato más, pues introduce la incertidumbre en las relaciones internacionales; impide transformar la globalización en un hecho menos desfavorable para sus víctimas actuales.
Por eso puede decirse que a la crisis del imperio estadunidense (y del mundo) contribuye en un alto grado la incapacidad de mirarse objetivamente en el espejo, de aceptar verdades distintas a las que proceden de los intereses corporativos cuya existencia alienta, sirve y protege. Un ejemplo: la justificación para mantener el bloqueo a Cuba durante décadas la dio la guerra fría, pero eso ha cambiado. La Unión Soviética ya no existe, pero Estados Unidos prosigue como si la amenaza siguiera igual. Cuba no representa un riesgo para la seguridad estadunidense, pero ningún gobernante acepta cambiar las reglas del juego y ponen nuevas condiciones. ¿Es imposible lograr algún avance, cuando la Casa Blanca comercia y reconoce a China y Vietnam y dialoga, incluso con Corea del Norte, sobre energía nuclear? ¿Puede el gobierno del país más poderoso suponer que el único cambio admisible será la desaparición de Fidel Castro? Y todo, por mantener el incondicional apoyo de los grupos de presión de Miami.
La guerra de Irak, como en el pasado la de Vietnam, es un ejemplo paradigmático de esa incapacidad de formular una estrategia coherente disociándola de sus propias creencias, es decir, de las falsas nociones que sobre ellos y los demás se han formado a conveniencia los círculos dirigentes de Estados Unidos. Gracias esa visión distorsionada del mundo sacrifican, no ya a un dictador que al principio apoyaron, empujándolo a cometer crímenes horrendos, sino a sus propios soldados que ya comienzan a morir por miles, sin saber cuál es la causa que defienden. El fracaso político salta a la vista, pero ante los hechos, reseñados en el informe bicamaral sobre Irak, el presidente Bush responde pidiendo más ejército, más dinero y acelerando la ejecución de Hussein, entregado vilmente al escarnio de los verdugos, no obstante ser un prisionero de guerra de los estadunidenses. El caso es no salir de Bagdad con las manos vacías, aunque el país se desangre en una guerra civil de consecuencias inimaginables.
La irracionalidad es, por ahora, el signo de nuestro tiempo. Para arribar a sus respectivos paraísos, llámese la imposición de la democracia en el mundo, la independencia nacional, la gloria del mártir, o cualquier otro fin trascendental, las fuerzas en pugna apelan a la violencia, a la más descarnada e injusta de todas: al terrorismo, sea religioso o de Estado, a la práctica de sacrificar víctimas inocentes para desmoralizar al adversario y todo en nombre de ideales cuyo valor decrece en cuanto ningún fin puede justificar tales métodos. Me refiero a ETA. No solamente ha roto la tregua haciendo volar un edificio en el aeropuerto de Barajas con una terrible carga de munición, sino que han destruido la esperanza de hallar mediante el diálogo y la negociación una solución pacífica, civilizada. El presidente Rodríguez Zapatero, quien tuvo el valor de traer de regreso su país a las tropas españolas enviadas a Irak por Aznar, ha sufrido un duro descalabro político que favorece, en primera instancia, a la derecha encabezada por el Partido Popular, cuyo sabotaje continuo al llamado "proceso de paz" debería registrarse en los anales de la historia de la hipocresía.
El terrible atentado de ETA no sólo resulta una acción éticamente despreciable, que lo es, sin duda. Prueba, además, la persistencia, al parecer inmodificable, de una estrategia capaz de instrumentalizar la necesidad de la paz como un recurso a favor de su propia guerra contra el Estado, asi sea a costa, insisto, de la vida de gente inocente. Y a la vez, demuestra que para las fuerzas de la derecha cualquier asunto, incluida la lucha antiterrorismo, también puede instrumentalizarse con fines claramente electorales. Terrible noticia para la democracia en España y en Euzkadi. Veremos.