Feliz año
Ampliar la imagen Un devoto hindú reza durante el inicio de Half Pitcher Festival en Sangam, en donde cerca de medio millón de personas desafiaron las heladas temperaturas para limpiar sus pecados Foto: Reuters
La niebla lo cubre todo, el Ganges, los templos, los leprosos, las viudas, los intocables y los comerciantes... las sedas, las joyas, los ghats, las vacas, las hogueras, también la mierda.
No podremos viajar en avión. Estamos varados en Benares, a pesar de haber seguido con fervor, la noche anterior, los rituales que un sacerdote grácil y joven celebra frente a un templo situado cerca de los desembarcaderos. El joven implora a Shiva, pide que combata a Khali y evite daños. Y sin embargo, esa misma madrugada 25 de diciembre de 2004 mientras nos dirigimos en una camioneta hacia Kurajao, un tsunami ha alterado para siempre sin que lo sepamos sino muchos días más tarde las costas de varios países de Oriente, entre ellos las del sur de la India causando millares de muertos, millones de víctimas, gran desolación.
En el hotel almorzamos la previsible y especiada comida de India, rodeados de turistas y de árboles de Navidad; los mismos villancicos y canciones navideñas, sin interrupción. Unos turistas nos cuentan las aventuras de su viaje de Kurajao a Benares por caminos inhóspitos y, con clásico humor inglés, nos predicen el mismo destino. Nos aprovisionamos de plátanos y de manzanas. De México he traído nueces de Castilla, piñones, nueces de la India, ciruelas pasas, lociones antibacterianas, toallas desinfectantes y pañuelos desechables a granel.
Nos avisan después que partiremos en una camioneta; recorreremos las carreteras de dos provincias de la India Utter Pradesh, donde está Varanasi, y Madhya Pradesh y tardaremos aproximadamente de ocho a 13 horas en llegar a los templos eróticos situados en la apacible aldea de Kajurao. Por fin, se nos concede el permiso para poder viajar de un departamento a otro: el gobernador de Madhya Pradesh es enemigo del actual primer ministro: el castigo fue suspenderle los fondos y exigir un permiso a los viajeros para que puedan transitar de una a otra región.
¿Alguna previsible asociación?
Subimos por fin a nuestro vehículo. Somos ocho. El chofer es hermético (la mayoría de los indios son oscuros y frágiles, sus ropas, insiste Pasolini, apenas recubren sus cuerpos parecidos a los de los corderitos, veo también, por ejemplo en las grutas de Ellora, mujeres y hombres corpulentos con vientres desmesurados y miradas rapaces, un lunar rojo decora sus frentes y sus ropajes son de seda brillosa y suculenta). El chofer conduce, concentrado en la ancha carretera que se irá devastando poco a poco, dejando transitables sólo dos carriles. Los demás, llenos de guijarros, los ocupan los camellos, las vacas, las ovejas, los monos y muchas camas donde descansan al aire libre los indigentes. De vez en cuando nos detenemos y los trabajadores de la carretera nos ofrecen agua. Sin poder soslayar el gesto de asco no aceptamos el ofrecimiento y los rechazados hacen un gesto duro y pronuncian palabras que conforman una maldición: están varados, lejos de sus hogares, en un trabajo quizá interrumpido para siempre.
Seguimos, cada vez más despacio. La niebla se espesa más y los caminos desaparecen a vuelta de rueda. El conductor se mantiene vivo masticando y escupiendo paan, esa sustancia hindú de color rojo parecida en sus efectos a la coca: fruta del arocastrum, aderezada con lima, calcio y granos de anís, envueltos en una hoja que se considera como digestivo: crea adicción.
El copiloto es un joven macilento, inútil y de mirada inexpresiva. Debiera haber funcionado a manera de guía, afortunadamente no lo hace: en la India cuando se va a visitar un monumento se cae prisionero de los guías o de la turba de mendigos y vendedores. En este largo y neblinoso trayecto nos han dejado librados a nosotros mismos: yo duermo con la boca abierta para mi gran consternación, los demás conversan, ríen, comen, matan el tiempo o se lavan interminablemente las manos con las toallas antisépticas como si les sirvieran de amuletos contra cualquier desgracia.
Abruptamente, el chofer cae fulminado sobre el volante, deja caer los brazos a los lados como si estuviese muerto. Un gran temor nos sobrecoge: estamos en medio de la niebla y de la nada.
¿Nos habrá atrapado algún ángel exterminador?
Kajurao es el lugar más bello de la India, proclama Pasolini, es más, es el único sitio que pueda decirse verdaderamente bello en el sentido occidental de la palabra.
Los templos desparramados entre el verdor se ofrecen a nuestros ojos como los cuerpos esculpidos que se abrazan, se acarician o copulan.