¿Te acuerdas de los fractales?
Ampliar la imagen Espejismo de mar (2000), óleo sobre tela de Javier Guadarrama
¿Te acuerdas de los fractales? Fue por entonces. Estabas encantada con la teoría del caos, una novedad que te tocaba en lo íntimo. Trajiste a casa el mito de aquel investigador contemplativo, o sea perezoso, que de tanto observar el goteo de un grifo desajustado sobre la pileta rebosante en un patio de la Universidad en Santa Cruz, encontró una nueva noción de orden en las formas. Vio, literalmente, las invisibles fracciones idénticas que se suman en un plural perceptible. Se repiten en la vegetación, en los minerales, en los estados distintos del agua, en las multitudes humanas, en los trucos involuntarios de la luz. También hablabas del aleteo hipotético de una mariposa en China que en éste lado del océano provocaría el desplome de un puente o el inicio de una revolución popular.
Pasaron los años y la mariposa no aleteó en el momento preciso. Llegó tarde, o demasiado pronto, o no llegó, y no cayeron puentes ni empezó la revolución todavía.
Tumbados en una alfombra que ya no existe (ya ves, aquel incendio por una vela que una noche se cayó encendida mientras dormíamos, y qué humareda, ya mero nos asfixiamos), donde un tejedor persa (eso decía la etiqueta) había urdido fractales y más fractales, escuchábamos en Velvet Underground las mismas cosas que hoy practica con mayor facilidad y elaboración gente como Moby. Sí, el tataranieto o algo así de Herman Melville. El diyéi por amor al arte, que tomó su apodo público de la ballena blanca que le robara el sueño a su abuelo. Dicen que Moby fue gordito de chico, que los otros niños le decían Moby Dick por joderlo. En fin.
Trazabas con lápiz millares de posibles fracciones de mundo, y las proyectabas al aire con tu entusiasmo de artista en fuga de la física teórica aprendida en casa. Tu pasión me apasionaba, aunque no siempre la comprendiera. Creía en ti más que en mí mismo, que ya ves que luego no soy muy de fiar. Como, por desgracia, tú bien sabes.
Queríamos ir a lugares simples, donde el sentimiento de entonces pudiera durar para siempre. Tú insistías. Yo me hacía el reticente, elegía lugares poco simples o de plano complicados, te alejaba, ponía a prueba tus teorías del equilibrio, la armonía, la regla dorada de los griegos y el Renacimiento. Con Da Vinci por delante, salías indemne de las aventuras pavorosas que mi caos indeciso te recetaba despiadadamente.
Teníamos uno o dos manuales sobre la teoría del caos y un ejemplar del I Ching que robaste de la librería Gandhi en tu adolescencia delincuente. Ni caso les hacíamos. Estábamos ciegos de nosotros mismos. Y la alfombra, por pacheco que suene, volaba encima de las azoteas y nos abría la ciudad como un tablero de fruición y caos y desde ahí, con tu hermosa mano temblando de emoción, señalabas los patrones, las estrellas elementales, las piezas mínimas del rompecabezas donde inician todas las cosas.
Ya nadie habla de fractales. Los trivializaron las computadoras portátiles. Se pusieron de moda otros temas. Te fuiste lejos con tu Leonardo y con tus lápices, y para poder olvidarte me abandoné a la historia de cada día, los 365 del año. Eso se volvió mi trabajo.
Esta noche un prodigioso cielo estrellado pone a vibrar sobre el valle el ojo miope de Casiopea. Donde quiera que te halles, de seguro esperas aún que la insigne mariposa de China se decida a liberar el caos que nos devuelva la vida. Y yo, como el amigo Tu Fu hace mil 250 años, en el borde del cielo desnudo habito mi ausencia.