Los baciyelmos del Pelícano Martínez
Un problema legal me hizo interrumpir mi último año de preparatoria en el Colegio Madrid y no retomarlo sino meses más tarde, hasta el siguiente ciclo escolar. A este desorden involuntario debo no poder ubicar cuándo fui alumna de sociología de Eduardo Martínez, si en mi primer intento de convertirme en bachiller o en el segundo, que fue el bueno. A Martínez lo recuerdo muy bien. No sé si era más tímido entonces que ahora, ni por qué me eligió a mí para leer ante el grupo Plastisex. Si por intuición pensó que la experiencia me forzaría a superar mi timidez, por cortesía yo sigo ocultándole que no hizo sino aumentarla. No creo que me haya temblado la voz durante la lectura, pero ¡cómo me abochornó! Cuando con el tiempo se dieron las circunstancias y conocí en persona al autor del cuento, Juan José Arreola, en ninguna de las ocasiones en que coincidimos conseguí verlo de frente sin sonrojarme, y mucho menos cruzar palabra con él, aparte de que él mismo, en la acaparadora exuberancia de su personalidad extrovertida, lo habría impedido, afortunadamente a cualquiera y por completo.
También sigo en deuda con Eduardo por haberme introducido a la fascinación de otro exuberante con quien asimismo, por lo visto, se hacía flanquear, me refiero a Orson Welles. Su Ciudadano Kane; la transformada invasión de los extraterrestres de su falso homónimo Wells; las posibilidades de la realidad siempre que esté tocada por la irrealidad; lo duradero de las lecciones de Eduardo, que décadas después de haber sido presentadas continúan provocándome reflexiones, invitándome a la osadía, a la infracción de todo orden establecido.
Bajo esta influencia del atrevimiento ahora mismo alcancé un lapsus lingual que dedico a Chopin y a los gatos. Líneas arriba, al escribir lectura, mi índice derecho hizo caber a la letra ene entre la erre y la a de la última sílaba, de modo que al hacerlo condensó dos actividades que suelen ir juntas al grado de parecer inválidas si va una sin la otra. La lecturna que resultó de la osadía inconsciente me hace preguntarme cuántas veces he tenido que leer y escribir que tú o yo leemos de noche para que apenas hoy, por primera vez en infinitas veces, hubiera permitido que mi índice derecho se equivocara y diera con la precisión. ¿Hacemos los lectores y los escritores otra cosa que lecturnas?
Son producto de ellas Los animales de Chapultepec de Eduardo Martínez, llamados baciyelmos por Luis Rius, el bailaor de corazón. Poemas, fragmentos en prosa, gracia en ideas, tímidas escondidas tras las rejas de un zoológico de papel publicado en 1980 en la ciudad de México por Martín Casillas Editores.
En estos días pregunté a Eduardo si tenía algún título posterior al de sus Animales, pero se resistió a decírmelo. "Es sobre educación", se excusó inhibido. El lleva años dedicado al tema y no creo que haya nadie al que el asunto de la educación, que equivale al de civilización, le sea ajeno, ya fuera porque lo persiguiera o porque se persiguieran, el tema de la educación y el hombre, precisamente desde el momento en que el hombre cambió de genes y de selva. No creo que haya hallazgo más dignificante que el de la evolución espiritual. Sería humillante no buscarla si sentir humillación no fuera en sí indicativo de que algo de ella ya posees.
En la cuarta de forros los editores de Los animales de Chapultepec informan que a lo largo de 1971 Eduardo Martínez ocupó la jefatura de la Sección de Terapia Ocupacional del Sanatorio Psiquiátrico Floresta, y entre paréntesis añaden que éste ha sido su mejor empleo. No atribuyen el juicio a nadie, ni a las autoridades o el personal del hospital, los parientes de los internos, el autor o ellos mismos. Pero tengo la impresión de que los únicos autorizados a emitir una opinión infalible tendrían que ser los propios pacientes, y sólo por haberla sostenido yo les habría dado la razón, por más que no necesariamente el alta. Además, habría entendido que los enfermos lamentaran que el encargo de Martínez no hubiera durado más que un año, o me habría gustado aplicarles la magia de un Welles y crearles la ilusión de que habían sido dos.
Ignoro por qué razón llamaban Pelícano a Eduardo Martínez antes, cuando era pelirrojo, pues no es sino hasta ahora, que tiene el pelo cano, cuando el apodo por fin le sienta. La barba, los anteojos gruesos, la mano contra el mentón, le sentaron siempre.