Usted está aquí: domingo 14 de enero de 2007 Opinión Fuera del cielo

Carlos Bonfil

Fuera del cielo

Ampliar la imagen Martha Higareda en un fotograma de la opera prima de Javier Patrón

A tres años de haber sido filmada y casi un año después de haber recibido en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara el premio a la mejor dirección, llega a las pantallas comerciales Fuera del cielo, primer largometraje de Javier Patrón, originalmente titulado El Marlboro y El Cucú.

Ambientada en el primer cuadro capitalino, a unos pasos del barrio chino de la calle de Dolores, la cinta captura desde sus primeras imágenes una atmósfera notable: naturalismo áspero, precisión en encuadres que rechazan el rebuscamiento formal, edición atenta a los requerimientos narrativos, una fotografía muy sobria al servicio de los personajes y escenarios sugerentes: el cuadrilátero del Gimnasio Atlas, microcosmos de la ciudad violenta; un antro del narcotráfico y su table dance de incontinencias sexuales, y, sobre todo, la calle, con frecuencia antesala de la morgue.

El evento central del relato es el regreso a su barrio de El Marlboro (Demián Bichir), quien ha terminado de purgar una condena de cinco años, luego de haber sido traicionado por su hermano menor, El Cucú (Antonio Hernández). Ambos son delincuentes, hijos de la misma mala madre (Isela Vega), cómplices en la afrenta y el rencor social, ajenos a toda ternura, de no ser la del fracasado tío Jesús, padre adoptivo suyo, antiguo boxeador traficante de peleas (Rafael Inclán), hostigados por el mismo policía corrupto (Damián Alcázar); fanfarrón el hermano menor, circunspecto y mordaz el más grande, desarraigados los dos, al margen de toda ley, fuera del cielo.

El guión de Guillermo Ríos y Vicente Leñero maneja con ambigüedad los personajes centrales, en particular a El Marlboro, quien durante toda la cinta habrá de guardar el secreto de sus intenciones. Todo haría suponer en él un apetito de revancha, pero su ánimo sólo revela escepticismo y desgano. Todo lo contrario de El Cucú, macho en ebullición constante a sus 22 cumplidos.

Un propósito posible del ex presidiario es afinar la educación del hermano aprendiz de delincuente, calmar sus ánimos de novillero, instruirlo en la paciencia que garantiza el éxito de los mejores golpes y prepararlo para enfrentar con mejores estrategias a los judiciales, algunos tan cínicos y astutos como el policía que soberbiamente interpreta Alcázar. Hacer, en suma, la educación del joven con los rituales de reciedumbre de algún neo-noir estadunidense, como Pequeña Odessa (1994), de James Gray, donde Tim Roth instruía de modo semejante al joven hermano Ed Furlong.

En una secuencia memorable, los dos hermanos visitan a la madre, una Isela Vega que combina ternura y exabruptos verbales ("Ay Cucú, cómo le hice la lucha para que no nacieras, y aquí estás") y saca conclusiones melodramáticas ("Te hubiera echado a la basura, serías más feliz"), todo a la manera de una Stella Inda ya muy madura y mal hablada en estos nuevos Olvidados del tiempo del Fobaproa.

Algo funciona menos bien en la aceitada maquinaria de Ríos y de Leñero, y eso es la subtrama política, con un senador priísta (Ricardo Blume) agobiado paralelamente por la enfermedad terminal de su hija y las trapacerías de sus adversarios panistas que intentan sobornarlo. Tanta rectitud moral en el camino de El Cucú y El Marlboro, y sobre todo en la cloaca del desfalco nacional impune, no sólo hacen de él una presa fácil para el chantaje o para el secuestro, sino un personaje poco convincente y, a la postre, prescindible. Si a ello se añade que la joven enferma padece más la incomprensión de su madre (Rosa María Bianchi) que el propio mal que la consume, el episodio se viene abajo en una cinta que maneja con mayor destreza sus propuestas centrales.

Fuera del cielo es, pese a las inconsistencias señaladas, una película sobresaliente, tanto por el profesionalismo de sus actores, como por su ritmo sostenido y la factura sobria en un género, el film noir, que nuestro cine maneja a menudo con dosis parejas de sensacionalismo y torpeza.

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Martha Higareda en un fotograma de la opera prima de Javier Patrón

 
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