Eje Central
La raya
"Está bien nublado. Ya van a dar las doce y parecen las seis de la mañana."
El comentario de Fernando acentúa la impaciencia de los demás albañiles. Es sábado, día de raya, y el arquitecto Aceves no aparece. Lo han visto muy poco desde la mañana, hace cinco días, en que Lorenzo Hernández se arrojó del sexto piso. Desde entonces, sobre la entrada principal del edificio inconcluso, cuelgan una cruz de madera, un ramo de flores ya marchitas y un lazo negro.
En sus breves descansos los trabajadores sólo han hablado de la tragedia. Unos a otros se preguntan cuáles habrán sido los motivos que llevaron al muchacho de Tlapa a quitarse la vida.
La inquietud que les provoca la tardanza del arquitecto Aceves empieza a despertar sospechas:
Se me hace que no va a venir dice Isauro mientras estira los brazos para desperezarse.
¡A güevo! Es día de raya afirma Sebastián mirando en dirección a la avenida.
A lo mejor el arqui no tiene con qué pagarnos y por eso se nos está haciendo ojo de hormiga.
La conclusión de Fernando acentúa el disgusto de los trabajadores, que acaban por desquitarse con él. Lo llaman "hablador", le piden que no opine si no sabe cómo están las cosas. Eusebio, a quien todos apodan El Tío, es menos ofensivo y más directo:
¿Te comentó algo el patrón?
Ya mero... ¡Pos si ni me dirige la palabra!
Entonces, ¿qué onda? insiste El Tío.
Me he fijado en cosas.
Pues suéltalas, cabrón exige Anselmo.
La varilla y los costales de cemento no han llegado. Ahí les va otra, Tío: ya va para una semana que sucedió lo de Lorenzo y el arqui no ha dicho quién será el nuevo velador.
Eso no significa que no tenga dinero afirma El Tío, con la autoridad que le da ser el más antiguo colaborador del arquitecto. Además, ya sabes que la velada se paga nomás con el alojamiento.
El hombre suspende su explicación al escuchar la campanilla con que se anuncia Enriqueta. La mujer empuja el diablo en que transporta una olla de atole, una canasta de tamales y una rejilla con gelatinas de colores. Frascos llenos de salsa y una bolsa de plástico repleta de teleras cuelgan de los manubrios.
Los domingos Enriqueta vende sus mercancías en el jardín frente a la terminal camionera. Entre semana recorre las calles en busca de clientes: repartidores, barrenderos, amas de casa y a últimas fechas cada vez más empleados de oficina.
En cuanto se estaciona, los albañiles la rodean y la atosigan con sus pedidos: "¿Trae de rajas?" "Echeme una guajolota verde". "¿De qué es el atole?" "¿Cuándo vuelve a hacer de molito?"
Nunca. Está muy cara la masa y esos tamales llevan más que los otros. A usté, Tío, ¿le pongo sus tres verdes?
Primero dígame a cómo los está dando. A lo mejor ya les subió el precio.
Todavía no, así que aproveche. Además, no me va a decir que no tienen para darse un gustito: es día de raya.
El arquitecto no ha llegado...
No ha de tardar. ¿Le pongo sus tamalitos? al volverse hacia El Tío, Enriqueta descubre las señales de luto sobre la puerta del edificio y se persigna ¿Y eso? ¿Quién se murió?
Los albañiles se vuelven hacia El Tío, que se muerde los labios antes de contestar:
Lorenzo Hernández levanta la mirada hacia el sexto piso. Se tiró desde allá.
¿Cuándo fue?
El lunes al mediodía. Me consta que estaba bien, porque lo vi temprano. Cuando escuché el golpazo, todo me imaginé menos que fuera Lorenzo. Pobre muchacho, le entró la locura.
Enriqueta se cubre la boca con la mano y niega con la cabeza:
Más bien fue la desesperación de no haber podido encontrar a su padre y luego darse cuenta de que nunca realizaría su ilusión de traerse para acá a su mamá y a sus hermanos. Eran tres bien chiquitillos. El mayor creo que anda por los 14 años.
¿Cómo lo sabe?
Ay, Tío, pues porque él me lo dijo apenas el domingo.
¿Le contó algo más?
Los albañiles forman un círculo en derredor de Enriqueta. Con su mirada y con su silencio piden una respuesta.
II
Por el jardín hay mucho movimiento. Las personas entran y salen de la terminal todo el tiempo. Es raro ver una cara dos veces. Por eso me llamó la atención encontrar cada ocho días a Lorenzo. Se tardó en decirme su nombre, y eso porque una vez que me compró unos tamalitos le faltaba un peso. "Me lo paga otro día", le dije. Le extrañó que le tuviera confianza: "No, mejor mañana. Si pasa por enfrente de la obra grande se lo doy de una vez. Si no me ve abajo, me llama y salgo". Me dio risa: "¿Y a quién le he de gritar? No sé su nombre".
Desde esa vez me di cuenta de que cada domingo se metía en la terminal. Me entró curiosidad por saber qué buscaba. Una tarde se acercó a comprarme tamales y se sentó en la banca a comerlos. Me pareció que era muy joven como para estar casado, pero de todas formas, nomás por hacerle plática, se lo pregunté. "No. Mi única familia son mi mamá y tres hermanos". Quise saber si vivían con él en la obra. Triste, me respondió: "Bueno fuera. Están en Sinaloa. Los cuatro trabajan en los campos de tomate". Se despidió de prisa.
Dejé de verlo dos o tres semanas. Un domingo volvió al jardín. Me dio gusto y le pregunté si se había ido a visitar a su familia. "No. El pasaje es caro, Sinaloa está muy lejos y no puedo pedir permiso en el trabajo, porque no vaya siendo que el arquitecto me despida. La semana pasada corrió a tres. No quiero arriesgarme a que me suceda lo mismo. Me urge juntar un dinerito para traerme a la familia. Allá no están bien y corren mucho peligro".
Le dije que peligro hay en todas partes; basta con ver la tele o escuchar las noticias para saberlo. Se me quedó mirando y se rio: "Pues sí, pero allá está peor. El otro día que hablé con mi mamá por teléfono me platicó que mis hermanos a cada rato se enferman por los insecticidas que echan en los campos: les queman la piel y los pulmones. Necesito traérmelos para acá antes de que empeore la cosa. Además, los chavos tienen que ir a la escuela, porque si no van a quedarse burros, como yo".
Este domingo llegó a sentarse en la banca, pero no me pidió nada ni me hizo plática. Me dolió imaginar que tuviera algún problema y no hallara a nadie con quién desahogarse, pero no me atreví a preguntarle nada. En eso pasó una señora que siempre me ha comprado una docena de tamales. Se los iba a poner en una bolsa cuando me dijo: "Ni se moleste. Hoy sí no me llevo nada. El alza a la tortilla me salió como lumbre. Tengo que hacer ahorritos".
Guardé mis tamales y le dije a Lorenzo: "Bueno, a ver si la semana entrante me va un poquito mejor. Hoy vendí muy poco. ¿No quiere llevarse unos? Luego me los paga". El muchacho siguió mirando al frente: "No creo que venga". Le pregunté si al fin se había decidido a ir por su familia. Sacó dos pesos de la bolsa: "¿Con esto? Ni para el micro... El dinero que rayé el sábado se lo di a un compañero porque se lo debía. Me quedé con dos pesos y sin trabajo. Hace rato pasó el maestro de obras para decirme que ya no tengo chamba. Le pedí que me explicara por qué. Me salió con que por la subida de la varilla el arquitecto ha tenido más gastos, anda mal de dinero y necesita eliminar trabajadores.
Le pregunté a Lorenzo qué pensaba hacer. "Lo que me pidió el maestro de obras: quiere que mañana temprano saque todas mis cosas (un radio, un catre, una cobija, un pocillo de peltre). Eso y estos dos pesitos son todo mi capital". Le seguí la broma y le dije que pensara muy bien en cómo invertir ese dinero. Me contestó: "No se apure, ya lo sé: voy a comprarme cuatro tortillitas, porque no creo que me alcance para nada más".
Y fue lo que hizo dice El Tío. Las vi sobre el huacal cuando subí por la cobija para cubrir el cuerpo. Después, a la hora en que regresé al sexto piso para ver si el Lorenzo había dejado algo que lo identificara, me fijé en que las tortillas ya no estaban. ¿Quién se las habrá comido?