Editorial
La hipocresía de Occidente
Como todo ataque de una facción armada cualquiera contra civiles inocentes, es condenable el atentado realizado ayer en la localidad israelí de Eilat por un terrorista suicida, que dejó cuatro muertos, incluido el autor. La reprobación manifestada por los gobiernos occidentales es, sin embargo, una clara muestra de la hipocresía y doble moral con que los gobiernos de Estados Unidos y Europa abordan, desde siempre, el conflicto central de Medio Oriente: exigen el fin inmediato del terrorismo palestino, pero guardan silencio ante el terrorismo de Estado que Israel practica, desde siempre, con medios tecnológicos abrumadoramente superiores a los de sus víctimas en los territorios ocupados, que ha cobrado muchas más vidas de civiles que los ataques de las organizaciones radicales palestinas contra la población israelí.
Por otra parte, hay un alto grado de absurdo en la pretensión occidental de exigir civilidad y mesura a un grupo humano que ha sido saqueado y despojado de su patria, que ha sido encarcelado en jirones de su propia tierra, que padece la negación de sus derechos humanos y nacionales más elementales, y que sobrevive en medio de una miseria y una desesperanza abrumadoras. El mensaje es inequívoco: los palestinos deben tolerar el asesinato discrecional de los suyos, niños, mujeres y ancianos incluidos; la destrucción de sus hogares, tiendas, fábricas y cultivos; la humillación cotidiana y sistemática, y abstenerse de cualquier acción hostil contra Israel.
Más allá de la monstruosidad moral de esta demanda, la exigencia de Estados Unidos y Europa a la parte palestina para que controle a las organizaciones radicales y evite acciones terroristas es impracticable por razones evidentes: tras la destrucción de la infraestructura, la economía e instituciones palestinas por las fuerzas ocupantes, no hay en Gaza o Cisjordania ninguna instancia capaz de poner en cintura a la diversidad de grupos armados que consiguen, de cuando en cuando, lanzar ataques contra israelíes. Han sido las propias potencias de Occidente, además de Israel, las que han hecho inviable todo rudimento de autoridad política en los territorios palestinos ocupados, luego que negaron a esa población el derecho más básico de la democracia la libre elección de los gobernantes y emprendieron un bloqueo económico despiadado, en lo que constituye un claro castigo al electorado palestino por haberse manifestado mayoritariamente por Hamas en los últimos comicios.
Las autoridades electas de esa organización no cuentan con fondos, y si intentan conseguirlos en el extranjero son decomisados por las fuerzas ocupantes, las oficinas públicas son bombardeadas y el parlamento no puede sesionar porque una buena parte de sus integrantes han sido secuestrados por el gobierno de Tel Aviv. Como consecuencia, lo que queda de la institucionalidad palestina ha experimentado una descomposición que se traduce en una confrontación fratricida, que ha dejado decenas de muertos en las filas de las mayores formaciones políticas: Al Fatah, del presidente Mahmud Abbas, y Hamas, del primer ministro Ismail Haniyeh.
Si los gobiernos estadunidense y europeos realmente pretenden detener los atentados terroristas tienen que crear condiciones mínimas para que ello sea posible. Eso implica, en primer lugar, condenar el terrorismo de Estado de Israel y forzar a las autoridades de Tel Aviv a poner un alto a los asesinatos de palestinos y a derribar la ignominiosa jaula erigida por los ocupantes en las tierras de los ocupados. Asimismo, es imprescindible que se permita a los palestinos construir el Estado nacional al que tienen derecho en las tierras que les pertenecen de acuerdo con las resoluciones de la ONU, la totalidad de Cisjordania, la Franja de Gaza y la Jerusalén oriental y de conformar en ellos autoridades e instituciones soberanas, en pleno dominio del territorio. Es la única forma de erradicar ataques como el de Eilat. Si no existe un compromiso inequívoco en esa dirección por parte de Occidente, las expresiones de horror procedentes de Washington y las capitales europeas seguirán siendo muestras de una descomunal hipocresía.