Usted está aquí: lunes 5 de febrero de 2007 Opinión Carestía

León Bendesky

Carestía

Otra vez más se habla de inflación en México. Y no debe sorprender. La baja inflación que se ha registrado en México en los años recientes corresponde a una forma de ajuste económico ficticio, precisamente porque no está basado en el mejor uso de los recursos disponibles ni en el aumento de la productividad, sino que se sustenta en condiciones favorables de ingresos de divisas derivadas del petróleo y las remesas, aprovechando la ventaja de una relativa estabilidad financiera en los mercados internacionales.

La inflación en los últimos 12 años muestra dos periodos que se pueden distinguir claramente. El primero abarca de 1995 a 2000, es decir, luego de la crisis de finales de 1994, que aún padecemos. En 1995 los precios al consumidor aumentaron a una tasa anual de 51.97 por ciento y fue bajando progresivamente hasta 2000, cuando registró una tasa de 8.96 por ciento. En ese periodo la inflación acumulada fue 225 por ciento, con un promedio anual de 22.55 por ciento y 1.65 mensual. El segundo periodo va de 2001 a 2006 en el que los precios tuvieron una tasa acumulada de crecimiento de 24.3 por ciento, un promedio anual de 4.44 por ciento y 0.36 mensual.

El efecto de la inflación es doble; para quienes reciben ingresos fijos significa una pérdida de su capacidad de gasto (y de ahorro); para quienes producen significa un aumento de sus costos y lo absorben en la medida en que pueden traspasar ese aumento a otros, ya sean sus clientes a lo largo de la cadena productiva o al consumidor final. La capacidad de reducir el efecto de la inflación entre las empresas depende del grado de control que tengan sobre el mercado, o bien, como se dice técnicamente, de su grado de monopolio.

Así es que la inflación puede reforzar la estructura poco competitiva del mercado, que es una característica muy notoria en la economía mexicana, y así perjudicar a las empresas más pequeñas reforzando el poder de las grandes. Finalmente, el peso de la inflación cae sobre los consumidores y, como se dijo antes, especialmente sobre los asalariados con ingresos fijos. La inflación, entonces, representa un conflicto de tipo distributivo entre los grupos de la población; la lucha es por retener la mayor parte del valor de los ingresos generados por cada uno, y es, por cierto, una lucha muy desigual, ligada directamente con la desigualdad social que define a esta sociedad.

Ese es el problema de la carestía, como la que ha revivido en las semanas recientes. El ingreso se deprecia quincena por quincena, el empleo no crece y la capacidad de resarcir el valor de ese ingreso depreciado disminuye. Las salidas no son muchas: la informalidad, la migración y la marginación.

El asunto no es el registro de la inflación sobre el cual basa su política monetaria el Banco de México y fija la Secretaría de Hacienda sus criterios fiscales. El asunto es: ¿cuánto es una baja inflación y para quién? La carestía, sobre todo en los bienes básicos, como son los alimentos, las bebidas y los energéticos como el gas, no se reparte igual: pega más fuerte a quienes tienen menores ingresos. Una inflación de 51.97 por ciento es, evidentemente, más perniciosa que una de 4.05 por ciento, pero esta última sigue mermando de modo constante el poder de compra de los ingresos más bajos, sobre todo cuando se aplica una política de contención salarial y no se generan suficientes fuentes de empleo bien remunerado.

La mayoría de la gente no refiere la pérdida de poder de compra de su ingreso a la inflación general que mide el banco central, sino a la que afecta a la canasta de lo que consume. Es un engaño decir que el problema de los precios no es grave puesto que han crecido los de algunos bienes, pero en conjunto se mantienen bajos. Esa visión financiera de la economía sólo reproduce las condiciones de estancamiento productivo y del empleo, y somete a la mayoría de la población a un empobrecimiento continuo.

Entre la primera quincena de enero de 2007 y la segunda de diciembre de 2006, el precio de la tortilla de maíz aumentó 4.75 por ciento y con respecto a los primeros 15 días de enero de 2006 creció 19.68 por ciento. En el caso de la masa y harina de maíz los aumentos fueron, respectivamente, 3.2 y 13.82 por ciento; y en el caso del maíz de 1.13 y 10.47 por ciento. Esto sólo como referencia al producto del que más se ha tratado. Pero una evolución similar se ve en otros productos, entre ellos: refrescos envasados, harina de trigo, huevo. Y no hay que olvidar que el gobierno eleva de modo periódico los precios del gas, la electricidad y la gasolina, cuyo impacto inflacionario se transmite a muchos otros productos y servicios.

La presión sobre el aumento de los precios está incrustada en la estructura misma del funcionamiento de la economía mexicana y, sobre todo, en la distorsión del mercado laboral. La capacidad de resistencia de la estabilidad financiera es muy poca por los factores internos y externos. A esto debe añadirse que se puede ir generando un cambio en las expectativas sobre la inflación, los trabajadores demandarán legítimamente aumentos salariales y las empresas tratarán de trasladar los mayores costos. Cuando la presión alcance a las tasas de interés, se reforzarán los movimientos al alza que pueden alcanzar pronto al tipo de cambio. La historia que sigue es ya ampliamente conocida.

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