Usted está aquí: domingo 11 de febrero de 2007 Opinión Pequeños logros y un gran fracaso

Leonardo Garcia Tsao

Pequeños logros y un gran fracaso

Berlín, Alemania. El tercer día de la competencia berlinesa ofreció dos títulos que, si bien no cambiarán la historia del cine, sí cumplieron dentro de sus propósitos. La primera fue la china Tu Ya de hun shi (La boda de Tu Ya), de Wang Quan-an, drama situado en el desierto de Mongolia, donde la protagonista epónima vive el dilema de estar casada con un inválido a quien, por otra parte, no quiere abandonar; para ello, se divorcia, pero pide a sus cortejantes que acepten hacerse cargo del ex marido.

La película recuerda por sus personajes a esa gran película llamada Ermo, del desaparecido Zhou Xuiaowen (no está muerto, que se sepa, sólo ha desaparecido). Sin embargo, Tu Ya de hun shi no posee su sentido del humor ni su perspectiva crítica ante el nuevo capitalismo chino. Para su crédito, Wang demuestra buen sentido de la observación, sobre todo de los pequeños detalles, así como un sentido económico de la resolución formal. No son poca cosa.

La producción alemana Die fälscher (Los falsificadores), de Stefan Ruzowitzky, también participa de la virtud de la brevedad al recrear un episodio poco conocido de la Segunda Guerra Mundial. En lo que se llamó Operación Bernhard, un grupo de artistas judíos, bajo la supervisión del falsificador ruso Salomón Sorovitch, es llevado a un campo de concentración en condiciones privilegiadas para falsificar libras esterlinas y dólares, con el fin de sufragar la quebrantada economía nazi.

El drama radica en los sentimientos de culpa de quienes sobreviven a costa de ayudar al Tercer Reich. Un militante comunista actúa como cargo de conciencia ante los demás, quienes prefieren mantenerse vivos por encima de todo. Con el empleo de la cámara en mano, Ruzowitzky establece una nerviosa puesta en escena para ilustrar el conflicto ético de sus personajes. Muy eficaces en expresar la paradoja central de la película son las secuencias en que los presos son llevados a regaderas en las que sí sale agua, no gas, o en la que enfrentan, al término de la guerra, a los judíos que han recibido el maltrato usual de un campo de exterminio.

Quien no fue económico para nada fue Robert de Niro al dirigir The good shepherd (El buen pastor), su segundo largometraje. A través del personaje ficticio de Edward Wilson (Matt Damon), la película narra la historia de la CIA: el hombre es reclutado en Yale para una influyente sociedad secreta y luego, durante la Segunda Guerra Mundial, desempeña labores de espionaje en la Oficina de Servicios Estratégicos. La historia se plantea como flashback desde el fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos en 1961 y establece otras maniobras sucias de la organización. Aunque es una historia llena de posibilidades, el realizador no ha podido darle interés alguno a lo largo de casi tres horas de duración.

Centrada en la ya recurrente caracterización de Damon como un gringo soso con algo que ocultar, The good shepherd se estanca en una monótona sucesión de escenas de hombres siniestros que hablan entre sí en las sombras y sin mirarse a la cara. Una insinuación de una homosexualidad reprimida no conduce a nada, ni tampoco se aprovecha la presencia de Angelina Jolie como una esposa ignorada. Vaya, el bodrio ni siquiera presume de una acertada recreación de época, pues los años 20, 30 o 40 se ven iguales, con muy ligeros cambios en el físico de los actores. En su pausada descripción de un personaje gris y sin personalidad, la película adoptó esas mismas características.

En lugar de El buen alemán y El buen pastor, hubiera sido preferible ver la ya mencionada síntesis, El buen pastor alemán. Al menos las aventuras de Rin-Tin-Tín eran más divertidas.

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