Editorial
Bush: guerra y corrupción
De acuerdo con los resultados de una auditoría dados a conocer ayer en Washington, 10 mil millones de dólares, uno de cada seis dólares supuestamente destinados por el gobierno estadunidense a la "reconstrucción" de Irak, ha sido empleado de manera fraudulenta. La cuarta parte de los desvíos -2 mil 500 millones de dólares- es, según el estudio, responsabilidad de la empresa Halliburton, de la que Dick Cheney, actual vicepresidente, fue director general. Hasta ahora la auditoría, ordenada por un comité de la Cámara de Representantes, se ha ocupado únicamente de los 57 mil millones teóricamente etiquetados para tareas de reconstrucción en el país ocupado, pero está pendiente el examen de los 300 mil millones que el gobierno de George W. Bush ha gastado en Irak desde que inició la agresión contra ese país, en marzo de 2003. A decir del legislador Henry Waxman, presidente del Comité para el Control y Reforma del Gobierno, los desvíos podrían revelarse mucho mayores.
Un amplio sector de la opinión pública mundial tuvo claro, desde hace cuatro años, que las motivaciones reales de la guerra que en ese entonces preparaba la Casa Blanca no tenían que ver con la eliminación de armas de destrucción masiva -las cuales existieron sólo en los discursos de Bush y sus empleados- ni con una democratización de Irak ni con la obsesión por fortalecer la seguridad nacional de Estados Unidos. Las verdaderas razones de la incursión bélica eran de orden ideológico -el nuevo destino manifiesto que se imaginaron los neoconservadores protestantes-, geoestratégico -el control de un país con enormes recursos petroleros y una importante ubicación estratégica en Medio Oriente- y empresarial: el conflicto generaría enormes oportunidades de negocio para el conglomerado de corporaciones cercano a la familia Bush, del que Halliburton es un ejemplo destacado. Desde antes de que las primeras bombas estadunidenses cayeran sobre Bagdad, los medios informativos daban cuenta de los jaloneos entre diversas firmas del mundo anglosajón por los jugosos contratos que propiciaba la agresión bélica. En esa puja no sólo participaban las entidades fabricantes y distribuidoras de armamento, sino también empresas de los ramos de la construcción, las telecomunicaciones y los transportes, entre otras.
Con esos datos en mente, no resulta extraño que la Casa Blanca haya dilapidado el dinero de los contribuyentes en el pago de obras no realizadas, incrementos injustificables en los precios previamente estipulados y retrasos en la ejecución de los trabajos. A fin de cuentas, uno de los propósitos de la guerra, y no el menor, era precisamente enriquecer con dinero público a los accionistas de los corporativos del círculo presidencial estadunidense.
Lo que retrata a cabalidad a la actual administración del país vecino es que, en el afán de crear las justificaciones necesarias para transferir decenas o centenas de miles de millones de dólares de recursos gubernamentales a los contratistas, no vaciló en provocar o propiciar la muerte de decenas de miles de iraquíes y la de miles de soldados estadunidenses. Semejante desprecio por la vida humana era suficiente evidencia de una degradación moral sin precedente en la historia planetaria reciente. Para colmo, como lo pone de manifiesto ahora la auditoría referida, el gobierno de Bush ni siquiera se tomó la molestia de llevar a cabo las transferencias con una mínima pulcritud administrativa. Simplemente, regaló a entidades privadas una sexta parte del dinero que habría debido emplearse en aliviar en alguna medida la vasta destrucción material causada por la invasión y la ocupación en la infortunada nación árabe.
Si aún queda algún sentido de ética en la clase política de Washington, el dato mencionado debería bastar para que el Capitolio rechace las demandas de la Casa Blanca de incrementar en forma desmesurada el presupuesto de defensa y las partidas para mantener y aumentar la presencia militar en territorio de Irak. Ya que no repararon en los crímenes de lesa humanidad que implicaron la invasión, el arrasamiento y la ocupación, los legisladores estadunidenses tendrían que reaccionar al menos ante el hecho de que la agresión ha dado pie, además, a un astronómico desvío de fondos públicos, y detener a la brevedad esa guerra ilegal, criminal y, para colmo, profundamente corrupta.